Milagro de otoño

Crítica de Pedro Squillaci - La Capital

El artista que viaja en el tiempo buscando un amor

A Don Gregorio le llaman “El relojero”, porque tiene “la manía de jugar con el tiempo”. Este relojero, interpretado por Mario Alarcón, es la voz en off que atraviesa la trama de “Milagro de otoño”, del director rosarino Néstor Zapata, quien mechó pincelazos de su vida de artista en un filme que mixtura el melodrama clásico con el género fantástico. El alter ego de Zapata es Faxman, que no es otro que Luis Machín, quien también versiona sus inicios teatrales junto al realizador local. Y le pondrá el cuerpo a un ilusionista de baja monta que sale por los pueblos de Santa Fe con un Citroën desvencijado, desde donde promociona con un megáfono su show de “hipnotismo y marionetas”. El público lo ovaciona o se ríe cuando a Faxman le falla el truco, pero todo suma en su periplo artístico. Hasta que en la localidad de Tortugas un día hipnotiza a Candelaria (la debutante Sol Zaragozi) en medio de una función de un club de pueblo y los dos quedan encandilados de amor. Zapata utiliza una puesta casi teatral que puede ir a contrapelo del vértigo cinematográfico y audiovisual de estos tiempos, pero que sin embargo es leal a la sensibilidad y al tono que siempre le imprime a sus producciones. Tanto la dirección de fotografía de Héctor “Nene” Molina como la música original de Jorge Cánepa y las orquestaciones de Pablo Pasqualis (todos con amplia trayectoria local y nacional) le dan un logrado sello estético al filme. El toque de realismo mágico se dará cuando Faxman sufre una angustia muy grande (que conviene no spoilear) y apela a aquel relojero que lo lleva al túnel del tiempo para reconstruir la geografía del pasado. En ese viaje aparecen el niño que fue (interpretado por Lorenzo Machín, hijo de Luis), su mamá (Bárbara Zapata, hija de Néstor), la figura de su padre y todo el paisaje de una vida que es historia pero que aflora en el presente. Ese aire familiar, que se respira tanto en la ficción como en la realidad, se corona con la dedicatoria final del director a un gran amor que, como le pasó a Faxman, también resiste el paso del tiempo.