Mika, mi guerra de España

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

La guerra de una mujer sola

Mika, este documental inusual, empieza como un misterio. En los primeros minutos, después de alguna información de rigor, un plano se cierra sobre las aguas del Sena. Debajo del agua, o más bien esparcidos en las aguas, perdidos y recuperados líricamente para la película, yacen los restos de Mika, la protagonista. Mika es un verdadero enigma que nunca terminará de resolverse: una chica argentina de clase más o menos acomodada, que en los años veinte abraza la idea de la Revolución y recorre a partir de allí una parte importante de la historia sísmica del siglo. La palabra Revolución es intimidante, va con mayúscula porque encierra un ideario, una causa cósmica, un modo de vida y una poética que le es afín. La película reconstruye fragmentos de Mika a través de viejas entrevistas a la protagonista y, sobre todo, de pasajes de su libro Mi guerra de España leídos por la voz en off de la actriz Cristina Banegas. Mika conoce en esos años a un joven llamado Hipólito Etchebehere. Se casan, van primero al sur argentino, donde tienen que inventarse una manera de subsistir (ya que ambos son jóvenes y burgueses, poco acostumbrados a vivir del aire), se ponen a estudiar, fabrican prótesis dentales, juntan el dinero que pueden y parten a Europa. Primero van a Alemania, donde a principios de los años treinta, según consigna Mika en su relato, los militantes comunistas tenían fusiles y ametralladoras en sus habitaciones y estaban listos para tomar el poder por las armas de un momento a otro. Después, frente al ascenso del Nacionalsocialismo, parten a España, donde esperan poder ver realizado el ideal revolucionario pero son sorprendidos por la rebelión franquista. Mika es una historia constante de derrotas que se sortean con el ímpetu de una pasión cerril llamada militancia. Es curioso que casi no figure la palabra “obrero” en la prosa fluida y afiebrada del libro cuyos fragmentos lee Banegas, siempre con énfasis beligerante y soñador. El relato, en cambio, echa luz profusamente sobre la conformación de los grupos de milicianos a favor de la República, describe los movimientos de tropas, el clima de camaradería, el fervor patriótico, evalúa la calidad del armamento, recuerda el sonido de las canciones y el entusiasmo cincelado en los rostros a veces imberbes de los que marchan al frente. Es el relato de una guerrera convencida. Pero también, como contrapartida necesaria, ese relato se demora con especial dedicación en la descripción de su marido. Hipólito Etchebehere aparece en las palabras de la mujer lleno de luz, despidiendo de su rostro la fosforescencia de una gracia sobrenatural, un aura que encandila a quienes lo rodean y transforman de inmediato en un líder indiscutido a ese muchacho de salud siempre precaria, que había entrado a la militancia “como se entra en una secta religiosa”. La militancia es un credo, entonces, y quizá también una forma de locura sin clasificar. En tanto, las filmaciones de archivo que registran momentos de la guerra –gente que huye, familias que esperan un reparto de comida, soldados que arrastran cadáveres– operan casi como significantes puros y ponen, tal vez incluso a su pesar, un paréntesis liberador en el misticismo bélico que se desprende del texto y constituye la columna vertebral de la película. Un fragmento especialmente largo de Mika describe –siempre mediante la voz en off– el momento en que el grupo integrado por la protagonista es perseguido por las tropas que responden a Franco y debe refugiarse en una iglesia. Hipólito Etchebehere ha muerto unos días atrás –“la bala le partió el corazón, murió con una sonrisa en la cara” le indican quienes lo vieron caer, y uno se imagina enseguida una imagen beatífica, la mueca congelada de un mártir. Mika, esta extranjera, la única mujer, ha quedado al mando de un grupo de soldados cansados y a punto de morir de hambre. El caso es que pasan allí encerrados un tiempo que parece una eternidad. Les disparan con ametralladoras y obuses. Tienen pocas balas, no tienen comida ni medicinas. Entre los refugiados hay civiles, niños, mujeres embarazadas, viejos. Algunas mujeres empiezan a dar a luz y no hay con qué atenderlas. Las escenas que se describen parecen salidas de una novela alucinante sobre el desvarío de la guerra o un cuadro de Goya. Por momentos dan ganas de dejar la película e ir a buscar el libro, para leer sin intermediarios las páginas de esa mujer que asegura que estaba decidida a salir al aire de la noche para recibir los balazos de sus enemigos antes que quedarse a morir como un perro, bajo los techos y las columnas incrustadas de oro de la iglesia. Es poco probable que los directores hayan hecho a sabiendas el retrato fascinante de una persona que no parece estar del todo en sus cabales, cuyo interés genuino reside más en su carácter esencialmente indescifrable, a su manera poético (apto para el cine, justamente por ambas cosas) que en el de constituirse en presunto modelo de ciudadano comprometido con la suerte de sus semejantes. En realidad, todo en la película lleva a concluir que se trata de una adhesión absoluta al personaje a partir de un ideario revolucionario más bien confuso pero que se acepta de antemano sin replicar. No hay nada parecido a teoría política alguna en Mika; no se explica en qué consiste una revolución, cómo se hace para conseguirla ni de qué manera esto redundaría en una mejora en las condiciones de vida de los oprimidos. Para la película la Revolución es una cuestión de fe, algo que atañe solo a los conversos y cuyo supuesto se da por descontado en el espectador. La Revolución aquí es poesía de la guerra, es un montón de palabras arrebatadas, son destellos que iluminan por dentro a los personajes y les arden en la mirada. En tanto, casi por fuera de la película, persiste el misterio de esa mujer, al margen de su dimensión mítica aprovechable para la causa revolucionaria (sea lo que esto fuere). Acaso el mérito mayor de Mika es rozar los bordes fantasmales del personaje y traer de vuelta los retazos de su voz como si fueran ecos, una música perdida: esa clase de cosas esquivas que parecen ser la materia fundamental del cine.