Midsommar

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Cuando el terror invoca lo pagano

El film ofrece un viaje alucinado, que se disfraza de festividad y rituales extraños, tendientes a revelar lo que anida y está podrido.

La secuencia inicial de Midsommar deja las piezas dispuestas sobre el tablero. Lo hace de manera puntillosa, como lo significa la transición entre las escenas. En primera instancia, del exterior al interior, a través de planos fríos, níveos, de la naturaleza invernal al calor del hogar. La ciudad semeja -sin serlo- una maqueta, y de este modo el director Ari Aster guiña hacia su film anterior, notable: El legado del diablo (Hereditary).

Una vez en la intimidad de Dani (Florence Pugh), sus llamados telefónicos vierten hacia problemas con la hermana, sus padres, y su pareja. Los diálogos abren el espacio visual. Así como alertan sobre el devenir inmediato y el posterior. En cuanto a lo próximo, será cuestión de seguir el recorrido visual que dirigen los travellings hacia lo macabro, como situación final que sutura los diálogos oídos y sesgados, con un rojo infierno como corolario de un hogar nada risueño. Lo que habrá de suceder después ha sido -apenas- sugerido. Para eso, habrá que atravesar una ventana.

El film de Aster se disfraza de códigos adolescentes, aquellos que suelen revestir a propuestas similares dentro del cine de terror.
La ventana marca el desenlace de la secuencia y el "comienzo" de la película (los títulos así lo señalan). Cuando el travelling se deje subsumir en ella, lo hará como encuadre réplica, así como Hitchcock en La ventana indiscreta. La ventana, entonces, como imagen duplicada, como reiteración precedida de otras instancias. En lo anecdótico, vale referir que la hermana de Dani es bipolar. En lo formal, mejor aún detenerse en la construcción simétrica de los planos. Uno de ellos es formidable: la sitúa a Dani en una frontera intermedia, borrosa, entre dos franjas verticales que no dejan adivinar el espacio visual. Luego, su desplazamiento y la variación focal permiten dar cuenta de que se trata de un espejo (otra vez la dualidad), y dan nitidez al fármaco que ella elige. El medicamento está en uno de los extremos del cuadro: todo contenido allí, dentro del mismo plano. Alterado el equilibrio (¿mental?) de Dani, podría peligrar la simetría general. Ésta es la razón de lo que sigue.

Así, Midsommar inicia con una falta. Una ausencia. Una vez sufrida, de lo que se trata es de recuperarla, de suplirla. Hábilmente, el film de Aster se disfraza de códigos adolescentes, aquellos que suelen revestir a propuestas similares dentro del cine de terror. De este modo, el novio de Dani, Christian (Jack Reynor), está a punto de viajar a Suecia con sus amigos y compañeros de estudio. Se trata de una festividad legendaria, en una comuna de vida alejada. Desde luego, las promesas de efusión sexual rondan los sueños del grupo. Pero Dani, la espina, irá con ellos.

Un paraíso de techos en sospechoso declive. El verde de la naturaleza contrasta en el blanco de los atuendos.
Así las cosas, podría decirse que Midsommar apela a recursos ya vistos pero nada desdeñables: alejados del entorno familiar, situados en suelo y costumbres extrañas, el grupo habrá de vérselas con los otros, o también consigo mismos. La comuna sueca les recibe con drogas y sonrisas, mucho sol y nada de tecnología. Un paraíso de techos en sospechoso declive. El verde de la naturaleza contrasta en el blanco de los atuendos. Hay silencios compartidos que descifrar. Inscripciones rúnicas y relatos en paredes y telares. Un equilibrio simétrico entre hombres/mujeres, naturaleza/civilización. Y un templo triangular prohibido.

De modo irónico, Christian y amigos son estudiantes de Antropología. Uno de ellos, al menos, tiene previsto que este viaje sea su doctorado. Pero también, como un detalle que cobrará un vuelco cada vez mayor, es Christian quien contiene en su nombre una clara filiación cultural y religiosa. Él, el hombre de nombre suficiente, tendrá que ver cómo lo que le ronda comienza a delimitarle, a circundarle, a embriagarle. Una fuerza que crece y es imparable, de sintonía eminentemente femenina, revelará paulatinamente un goce siniestro.

En medio de todo ello, hay que recordar que está Dani. Y tener presente que si hay algo que ella requiere es resolver lo que le ha sucedido. Mejor dicho: lo que le sucede. Sus dudas sobre si Christian es o no el hombre indicado se cruzan con alucinaciones y los fantasmas de sus seres queridos. Si el film se atiene al fármaco del inicio (esa droga legal), habrá que tener en cuenta el devenir, porque el extrañamiento es pronunciado y lo que parece una película de comunidad secreta y diabólica podría ser también algo más. Así como Christian, Dani es atraída por tradiciones que no sospechaba propias. Ritos, encantamientos, bailes, que su cuerpo y mente aceptan no sin resistencia. La plenitud está cerca.

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Para llegar allí, Midsommar se sitúa en un umbral, y lo hace en virtud de una fiesta sueca real, con la cual se recibe el verano en ese país. La fusión entre verismo y alteración, entre la imbricación legendaria y su sublimación, aparece de forma alucinada. Pero es en Dani donde la película hace pie, en quien se sitúa y enrarece. Así como en El legado del diablo, en Midsommar hay un concepto social y familiar que es puesto en jaque, agrietado y reventado. En todo caso, la comuna perversa no es otra cosa más que la imagen que el film le devuelve al conglomerado de casitas inicial, adocenadas. El verano sueco vendría a ser el sol hermoso que descubre la podredumbre. Así, Dani es quien está en cortocircuito, pronta a estallar. Sus maneras amables y lágrimas incontenibles, amenazan con algo mayor.

Midsommar es la plasmación de una tragedia social que se esconde de sí misma, convencida de la validez de sus costumbres, tendiente a descifrar lo que le resulta extraño como anómalo, endogámica como es y, desde ya, perversa. La festividad sueca es su réplica espejada, la situación simétrica con la que el film erige tempranamente su puesta en escena. Asp