Midsommar

Crítica de Hugo Zapata - Cines Argentinos

Junto con Jordan Peele (Nosotros), Ari Aster se convirtió en el último tiempo en uno de los realizadores más inflados por cierto sector de la crítica y las redes sociales que parecen haber descubierto el género de horror con las óperas primas de estos artistas.
No se discute que sean cineastas talentosos con la capacidad para elaborar películas de alta calidad en los aspectos técnicos, pero sus obras tienden a ser sobrevaluadas a niveles exagerados y parecería que son los grandes profetas del séptimo arte.
En el caso de Aster el año pasado llamó la atención con Hereditary, una propuesta decente que manejaba muy bien el horror psicológico con una gran dirección de actores, donde sobresalió especialmente Toni Collette. La actriz merecía por lo menos una nominación al Oscar por la estupenda interpretación que ofreció.
La repercusión positiva de esa película enseguida generó una enorme expectativa por el siguiente trabajo del director centrado en la temática de las sectas religiosas.
En Midsommar nos encontramos con un Aster subido al caballo del "cineasta de autor visionario" que aborda esta clase de relatos con una puesta en escena magnífica, pero que lamentablemente cuenta con un guión insustancial y pretencioso que resulta decepcionante.
No porque sea malo, sino que no hubo un mínimo esfuerzo por desarrollar el argumento desde una perspectiva diferente a todo lo que se hizo en el pasado dentro de esta temática.
Su propuesta no deja de ser otra imitación inepta de The Wicker Man, la obra maestra de Robin Hardy, de 1973, que acá se refrita con personajes diferentes.
Todos los clichés que se podían imaginar a la hora de calcar este clásico Aster los incluye en su obra a tal punto que el conflicto eventualmente se vuelve demasiado predecible.
El director no dejó pasar una y el film se estanca en la referencia constante al trabajo de Hardy, que incluye el culto pagano relacionado con el folclore europeo, la celebración de la Reina de Mayo, los rituales sexuales, sacrificios macabros y hasta el recordado traje de oso de aquella producción.
La narración apela a la dilatación tediosa de la trama para tocar con una superficialidad notable temáticas como el proceso de duelo (que Aster abordó mejor en Hereditary), las relaciones de pareja tóxicas, las enfermedades mentales, los dogmas religiosos y la emancipación de la mujer.
El inconveniente es que la película no tiene nada interesante para expresar al respecto en ninguna de estas cuestiones y se pierde en la extrema autoindulgencia de su director, quien estuvo más interesado en presumir su virtuosismo para componer escenas que en desarrollar una trama cautivante.
Midsommar sigue el decálogo de manual de todos los clones que se hicieron de The Wicker Man en los últimos 40 años y después de los 20 minutos iniciales se puede predecir con facilidad el destino de cada personaje.
Un guión que por momentos roza el ridículo con las motivaciones de los protagonistas para quedarse con los miembros del culto e ignorar las señales de peligro que los rodean, además de situaciones extravagantes que generan más carcajadas que miedo.
A diferencia de Hereditary (y esta es otra decepción) el suspenso y el terror brilla por su ausencia. Una vez que la película se estanca en describir las actividades de la secta, el relato de Aster se vuelve redundante y el destino final al que llega el conflicto se siente insatisfactorio.
Especialmente después de pasar más de horas con estos personajes.
Estas debilidades de la producción son atenuadas con la comprometida actuación de Florence Pug, quien brinda una muy buena labor pese a que su personaje apenas tiene un mínimo desarrollo.
El otro gran fuerte de la película pasa obviamente por la puesta en escena que está muy bien lograda y no se pude ignorar.
El director vuelve a demostrar que tiene una capacidad notable para retratar situaciones de violencia con planos y composiciones de escenas bellísimos.
A lo largo de la trama presenta un contraste entre las situaciones terribles que viven los protagonistas y esos paisajes soleados con campos de flores que establecen un escenario interesante.
Entre las virtudes de este estreno sobresale el diseño de producción que le otorga una ambientación fascinante al relato, especialmente con la arquitectura macabra de los edificios del culto y las pictografías cargadas de símbolos esotéricos.
Esos detalles son muy buenos al igual que los niveles de jerarquía entre los miembros de la secta que presenta ideas interesantes.
La fotografía de Pawel Pogorzelski le imprime a esta obra una opulencia visual notable, mientras que la música de Haxan Cloak, centrada en melodías del folclore sueco, contribuye a intensificar esa atmósfera inquietante que tienen los rituales del culto.
Lamentablemente la película luego se excede en su duración de un modo innecesario, sobre todo para la premisa que narra (no es necesario tener un máster en psicología para entenderla) y no sale de la reverencia a los clásicos del pasado.
Aquellos afortunados que nunca vieron The Wicker Man y sus numerosas copias estrenadas en las últimas décadas tal vez puedan disfrutarla con un mayor entusiasmo.