Mia madre

Crítica de Gustavo Provitina - La cueva de Chauvet

Mia madre

Mia madre, el nuevo filme de Nani Moretti, confirma -y acaso esta sea su mayor virtud- que el director italiano retrata a sus criaturas desde una zona de aparente nitidez. Siempre hay algo borroso entre sus personajes y nuestra ambición de claridad (como en toda obra que valga la pena). La habilidad de Moretti consiste en disimular ese ligero desplazamiento del “foco” y su tendencia a desviar la tensión hacia una zona de prudentes opacidades, de borrosas magnitudes existenciales. Moretti lo sabe y por eso mismo sus personajes se mueven en un precario equilibrio que va desde la estupidez hasta la perspicacia desafiando todas las temperaturas de la emoción. La paleta y los trazos que utiliza son esquivos a la restringida definición de los géneros. El lenguaje de Moretti no es complejo, sin embargo siempre hay algo, algo que se nos escapa a la hora de creer que podemos explicar algunas de sus obras encuadrándolas según el canon formal de la estructura clásica. Ese algo es una cierta cualidad de la distancia que interpone entre la representación y lo representado, la misma distancia que la directora de cine interpretada por Margherite Buy les pide a sus actores. Ella quiere ver “al actor al lado del personaje”. La contradicción de esa afirmación es -como la nitidez esculpida por Moretti- aparente. Margherita pide algo que solo es posible en el arte: “vivir y verse vivir”, escrito así con las comillas que limitan la intención concluyente de la afirmación. Un actor que “está al lado del personaje” podría hacernos pensar en la gastada metáfora teatrera del cuerpo del intérprete virtuoso capaz de alojar las almas que les presta la ficción. Sin embargo, restringir esa imagen a su sentido literal empobrece su significado y, por otra parte, Moretti nunca es obvio ni superficial. Cada una de estas criaturas solitarias y desencantadas que retrata sin lisonjas, encarnan un rol social que los define: el hijo triste y solitario, la hija desbordada por la crisis, la madre enferma y desvalida, la adolescente demandante que asume con angustia los cambios de su vida. Para soportar los embates de la existencia están obligados a asumir un personaje que nunca es convincente porque siempre es provisorio. Margherita debe mostrar una seguridad en el rodaje que se desvanece apenas llega al lecho de muerte de su madre (aunque por momentos aparezca su espantosa intolerancia en situaciones que la desbordan reclamando, sin falsos blindajes, su debilidad).

El contraste lo representa John Turturro. Agobiado por un ego superior a su talento, el personaje interpretado con notable variedad de ritmos y asertos expresivos por el actor norteamericano, vocifera enfurecido: “quiero salir de aquí, quiero volver a la realidad”. Justamente ese alarido explica por qué no comprende el clamor de Margherita. ¿Cómo va a estar al lado del personaje quien se permite dudar de que la realidad y la ficción se funden durante el proceso creativo de construcción de una película pero sin disolverse?

Lo verdaderamente dramático del planteo de Moretti es que la incomunicación que rodea a los personajes, y los obliga a deambular en la neurosis del foco aparente, es una estrategia de supervivencia antes que una elección deliberada. Se expresan a medias y cuando estallan nunca van a fondo porque necesitan conservar la máscara para sostenerse. Estar al lado del personaje -casi como pretendía Brecht- es una premisa válida en el terreno artístico pero en la vida parece poco probable distanciarnos de nosotros mismos sin perder la salubridad mental.

El entramado de las relaciones humanas en Madre mía funciona a partir del tratamiento que hace Moretti de esa zona de desenfoque emocional a la que somete a sus personajes. La muerte encarnada en la figura de la madre avanza y con ella la certeza de la fugacidad existencial. No importa los subterfugios que usemos para negarla, darle la espalda es imposible: la muerte es el único horizonte. Y por eso, aunque previsible, el final de Mía Madre no podía ser otra cosa que la contundencia fatal de una mirada.

La película alterna dos circunstancias tensas y pungentes de la vida de Margherita Buy: el rodaje de su película con todos los avatares que rodean a un proyecto artístico cargado de zozobras y la prolongada agonía de su madre, una profesora de latín que va perdiendo progresivamente la capacidad de comunicarse. Ese proceso está atravesado por viejos lastres que proyectan sus sombras sobre la vida de esta mujer emocionalmente inestable que vacila entre la inmadurez y el sarcasmo: su torpeza para amar, la compleja relación con su hija adolescente, la aquiescencia resignada de su hermano (interpretado por el propio Moretti). El director italiano, felizmente, no se dejó arrastrar por la tentación del flashback y la quebradiza tendencia a utilizar la agonía de la madre para repasar instantes felices o traumáticos. El tiempo de Moretti es el presente y sus fortuitos avatares. Margheritta -como el actor que anhela- debe transitar dos dimensiones paralelas que absurdamente se potencian y se anulan mutuamente y a la vez la excluyen del control: la realidad y la ficción. La alternancia entre estos núcleos narrativos está matizada por ese recurso típicamente italiano que consiste en la agudeza para trenzar el humor y el drama con una eficacia pareja. Moretti trabaja -esto hay que decirlo- los contrastes de un modo excesivo, brutal por momentos y uno termina riéndose a veces sin saber por qué. Las transiciones entre un clima y otro son débiles y esa, quizá, sea la clave del efecto altisonante que provocan. ¿Valen la pena, al fin y al cabo, esos golpes de efecto? Un buen espectador del cine de Moretti diría que constituyen el pulso mismo del director, el perfil agudo de su estilo. Hay metáforas ingeniosas como la del actor al que se le pide que maneje naturalmente con el parabrisas inundado de cámaras y faroles que le impiden ver el camino. ¿Cómo no ver en esa escena una de las representaciones más mordaces y desaforadas de la vida? ¿Quién no ha sentido alguna vez la carga de tener que avanzar a ciegas fingiendo una lucidez imposible? ¿Cómo no sentir el deseo de parar la marcha, bajarse del auto y gritar -como hace Turturro en otra escena- quiero salir de aquí, quiero volver a la realidad? ¿Pero quién puede determinar de un modo infalible los límites entre la apariencia y la realidad sin el peligro de estrellarse en la primera curva?