Mi vieja y querida dama

Crítica de Lilian Lapelle - Cine & Medios

Una pesada herencia

Mathias (Kevin Kline) es un neoyorkino cincuentón que arrastra desde su infancia una complicada relación con su padre, cuando este muere le deja como herencia una enorme casa en París. Rápidamente Mathias se traslada a aquella ciudad para vender la propiedad lo más pronto posible, ya que necesita el dinero.
Pero la casa no es la única herencia que le ha dejado su progenitor, el inmueble fue adquirido con un extraño contrato, por el cual la antigua propietaria tiene derecho a vivir en el lugar hasta el día de su muerte. La mujer, llamada Mathilde (Maggie Smith), tiene noventa años y vive allí con su hija Chloé (Kristin Scott Thomas). Las dos testarudas señoras harán todo lo posible por evitar que Mathias venda la propiedad, mientras tanto todos deberán convivir bajo el mismo techo.
Los tres no están allí por casualidad, algo los une, Mathilde fue la amante del padre de Mathias durante muchos años, semejante novedad remueve los recuerdos del hombre que parece incapaz de dejar atrás su traumática infancia. Así, entre reproches, ironías, largos diálogos, risas y llantos, los protagonistas dejan de lado la situación inmobiliaria para exorcizar su pasado, sanar su presente y averiguar qué quieren para su futuro.
El filme es la adaptación de un pieza teatral bien llevada a la pantalla grande, ya que aprovecha todo el encanto de la ciudad donde transcurre sin ahogarse entre las paredes del enorme caserón. Pero el guión falla al pasar abruptamente de la comedia al drama, y lo que comienza con un brillante ping pong de ironías entre Kevin Kline y Maggie Smith se torna un poco denso al sumergirse en el dramón familiar; sin embargo la gran labor del experimentado trío protagonista logra que la cosa funcione y lleva la historia hasta un digno final.
París ha sido escenario de maravillosas historias, esta no es una de ellas pero es una buena película que les permite a sus brillantes protagonistas lucirse en varios registros.