Mi vieja y querida dama

Crítica de Jorge Luis Fernández - Revista Veintitrés

Un triunfo actoral

De origen teatral, el debut en cine del dramaturgo Israel Horvitz es una coproducción franco-inglesa-norteamericana que permite la reunión de tres grandes actores –Kevin Kline, Maggie Smith y Kristin Scott Thomas– y en base a esas actuaciones logra un decoroso resultado.
El norteamericano Mathias Gold (Kline) llega a París para tomar posesión de una casona, herencia de su padre, en el cotizado distrito de Le Marais, pero al llegar encuentra a la propiedad ocupada por una anciana, Mathilde Girard (Smith). En base a un sistema local de sucesiones llamado viser, Mathias no puede heredar y vender la propiedad en tanto Mathilde siga viva y la mujer, a sus 82 años, no da signos de decrepitud. Para peor, el norteamericano deberá lidiar con la ofuscada hija de Mathilde, Chloé (Scott Thomas), sabedora de un antiguo romance entre su madre y el difunto padre de Gold. El entuerto resulta un vehículo para las dotes comediantes de Kline, que en su avanzada adultez emula, con rabietas e ironías, al inolvidable Jack Lemmon. Horvitz, escritor, guionista y director de la obra, juega hasta los últimos minutos con un lazo secreto entre los tres participantes, una supuesta liaison familiar que acabaría con la disputa por la casona. Es un buen aliciente para una trama poco original, mantenida a flote por las siempre sólidas actuaciones de Smith, Scott Thomas y sobre todo Kline, que hasta se anima a cantar un aria (el padre del actor fue cantante de ópera) en las márgenes del río Sena.