Mi papá es un gato

Crítica de Iván Steinhardt - El rincón del cinéfilo

De vez en cuando sucede alguna situación insólita en el mundillo cinematográfico proveniente de Hollywood. Son esas producciones cuya gestación, desarrollo de rodaje y resultado final dejan más de una boca abierta, y no precisamente por el factor sorpresivo o la admiración. “Mi papá es un gato” es un ejemplo muy claro de lo expuesto, empezando por el título elegido para el estreno en nuestro país: Está más cerca de un titular de la revista Paparazzi que de un afiche cinematográfico.
Tom Brand (Kevin Spacey) es un multimillonario hombre de negocios de bienes raíces. Tiene tanta guita que hasta Carlos Slim tendría envidia. Además es misógino, ególatra, soberbio, insoportablemente pedante… uno intuye que don Brand va a sufrir algo que le va a dar una gran lección. Al olvidarse de su hija, decide regalarle un gato que compra en el boliche de Felix – jorobar, ¿hacía falta ese nombre? - (Christopher Walken), de impronta misteriosa como aquél viejito chino de “Gremlins” (Joe Dante, 1984). Me acuerdo y se me crispa la nuca… pero sigo.
No importa cómo (porque usted es espectador así que se calla, mira la pantalla y come pochoclos), pero entre la compra del “michifus” y un rayo fulminante, el cuerpo de Tom queda en coma y su alma va a parar al gato. Es decir, toda esa personalidad ahora la escuchamos en un gato de verdad.
Nada peor para una idea de este estilo que despreocuparse por el verosímil. Eso que hace creíble la historia. La sensación general presente en “Mi papá es un gato” es la de especular con la simpatía de los chicos por la impronta visual, en desmedro de construir una estructura sólida que pueda permanecer en la memoria. Nada de esto ocurre, al contrario. La subestimación de la inteligencia del público al que se apunta da un poco de vergüenza ajena. Una cosa es ser deliberadamente naif y otra muy distinta es ser inconscientemente tonto.
En todo caso, lo sorprendente de ésta película es el haber reunido un elenco semejante para semejante pavada. ¿Habrá llegado el “tarifazo” vernáculo allá, como para que gente tan premiada por sus trabajos (y no me refiero sólo al rubro actoral), se haya visto en la necesidad de formar parte de esta tomadura de pelo?
Algo así se hizo a principios de los noventa, pero con bebés en la intragable “Mirá quien habla” (Amy Heckerling, 1991), pero en aquella al menos se jugaba con ponerle voz (Bruce Willis por ejemplo) a la actitud, movimientos y gestos de bebés reales. Si se podía hacer algo peor, esta es la muestra cabal. Lamentablemente pensar en estos ejemplos es un ejercicio de rescate en la memoria referencial que uno ejerce como espectador. Este es uno de los casos en los cuales se nivela hacia abajo.