Mi mejor amigo

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

De la comprensión al aprendizaje mutuo

En su primer largo, el cineasta platense mira a dos adolescentes desde la altura de un par, con una capacidad de sorpresa similar ante lo novedoso. En este coming of age, los personajes opuestos están destinados a atraerse, pero el film no explicita de qué forma.

“A veces, aunque esté rodeado de mucha gente, me siento un poco solo”, le confiesa Lorenzo (Angelo Mutti Spinetta) a Caíto (Lautaro Rodríguez) en la intimidad de una carpa durante un campamento nocturno en un bosque. Caíto se toma unos cuantos segundos para responder, y devuelve un “maricón” con tono de reto. “Y vos qué comprensivo, boludo”, se enoja Lorenzo. La escena transcurre cuando promedia Mi mejor amigo e ilustra los indisimulables contrastes entre los protagonistas. Hijo mayor de una familia de clase media, Lorenzo ronda los 16 años, le va bien en la escuela, es responsable, ávido lector, centrado, maduro, y anda medio enamorado de una compañerita. El otro es hijo de un viejo amigo de una época que papá prefiere no recordar, un chico algo más grande, rebelde, poco adepto a los límites y lleno de tatuajes que llegó hasta el pueblo patagónico donde transcurre la acción huyendo de algo pesado. Y ya sabe que, al menos en el cine, dos personajes opuestos están destinados a atraerse. Pero, ¿de qué forma? ¿”Atraerse” en qué sentido? Primer largometraje del platense Martín Deus, Mi mejor amigo no entrega respuesta alguna.

Hay algo muy noble en el tratamiento de los personajes que propone Mi mejor amigo. A ellos les dispensa una mirada acorde a ese periodo de la vida en el que las relaciones suceden sin preocuparse demasiado por la nominación que pueda darles el mundo adulto, con toda la caterva de prejuicios y cuestionamientos morales impuestos por el entorno a lo largo de más de media vida a cuestas. Porque tanto Lorenzo como Caíto son adolescentes y, por lo tanto, sus horizontes, intereses e inquietudes son distintos a los de los mayores. Distintos, ni mejores ni peores. Deus lo sabe y toma dos buenas decisiones. La primera es posicionarse como un par antes que como figura de autoridad, lo que se traduce en capacidad de sorpresa similar a la de los chicos ante la irrupción de lo novedoso. Con la adopción de ese punto de vista juvenil es inevitable encuadrar a Mi mejor amigo como un coming of age, ese subgénero centrado en relatos madurativos con adolescentes que crecen –emocional, sentimentalmente– durante el metraje.

La segunda buena decisión se relaciona directamente con la anterior, y es dejar que sean las propias acciones de los chicos las que se encarguen de establecer un lazo igual de inesperado que el arribo de Caíto. “Se va a quedar un tiempo acá”, dice papá (Guillermo Pfening). “¿Cuánto es un tiempo?”, pregunta el hijo menor. “Un tiempo”, reafirma el primero. Nadie sabe muy bien hasta cuándo estará. Papá y mamá (Moro Anghileri) sí saben por qué viene, pero retacean la información a los hijos –y, con ello, también al espectador– porque se trata de un detalle secundario, al menos para esos chicos que, como en todo coming of age, trajinan el ripioso camino de definir una identidad. Al principio las cosas no son para nada sencillas. A Caíto le cuesta encajar en una dinámica familiar aceitada y respetada a rajatabla por todos los integrantes, y por eso cada quiebre de las reglas le vale unos cuantos retos.

Es muy sencillo pensar esos quiebres como actos de provocación, de rebeldía ante lo impuesto. Pero a Deus, coherente con su posicionamiento como par, le interesa más comprender que castigar, y entiende que las salidas entre semana o los paseos en bicicleta hasta la madrugada son síntomas de... ¿De qué? De algunas cosas que Lorenzo irá desbloqueando cuando, convertido en los ojos y oídos del director, decida acompañar a Caíto para descubrir que, detrás de esos actos, detrás de esos silencios, hay una criatura frágil, lastimada por las dagas del pasado. Así, Mi mejor amigo va de la contención al aprendizaje mutuo, de la piedad al cariño, de la desconfianza a las confidencia, y de allí a algo que podría ser amor pero que, felizmente, a nadie le importa rotular.