Mi amigo Enzo

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

REFLEXIONES PERRUNO-HUMANAS

La premisa de Mi amigo Enzo promueve una asociación casi inmediata con un film relativamente reciente (que igual ya tiene una década desde su estreno), que es Marley y yo. De hecho, el marketing alimenta ese vínculo, informando que es del mismo estudio, como si eso fuera una garantía de calidad por anticipado. Lo cierto es que algo de eso hay, aunque la película de Simon Curtis toma algunas decisiones narrativas y de puesta en escena que la ponen en un lugar diferente al del film de David Frenkel.

Por empezar, en vez de contar su relato desde el punto de vista humano, Mi amigo Enzo se posiciona desde la mirada del perro para ir narrando sus diversos acontecimientos. Eso tiene unas cuantas consecuencias que se retroalimentan entre sí: en vez de observar un pedazo de vida humana, lo que vemos es la vida entera de ese perro que es Enzo, que transcurre al lado de su dueño Denny (Milo Ventimiglia), un corredor de autos; hay un recorte muy particular en la construcción de la mirada –que lleva a que, por ejemplo, hayan planos y secuencias delineados específicamente desde el punto de vista del animal-; y una intención de construir a Enzo como observador y a la vez discreto protagonista, mientras se lo convierte casi en el eje moral de la historia, en un vehículo reflexivo sobre las idas y vueltas de la vida, con la voz de Kevin Costner como elemento clave.

Quizás lo último sea la elección más lúcida de la película, porque Costner le aporta una humanidad notable a la voz de Enzo, permitiéndole salvar unos cuantos pasajes donde la materialidad literaria (el film está basado en un libro de Garth Stein) se nota demasiado. Eso no quita que los escollos existan: la esencia de la película es el drama familiar, con Enzo contando cómo conoció a Denny y entablaron una amistad particular, una especie de mundo aparte, hasta que entra en escena Eve (Amanda Seyfried), la novia y luego esposa con la que tienen una hija y forman una familia. Hay varios momentos donde Curtis tiene dificultades para narrar apropiadamente eventos marcados por la pérdida, el dolor o simplemente las decisiones complicadas -donde se haga lo que se haga alguien va a quedar mal parado-, porque la mirada perruna, por más poesía que le ponga, no llega a salir de lo literario para entrar en lo plenamente cinematográfico. Hay particularmente un tramo enmarcado en un proceso judicial donde la película genera empatía desde la forma en que explicita la impotencia de Enzo para alterar el rumbo de las acciones, pero no llega a enhebrar un verosímil consistente para explicar todo lo que sucede.

Quizás por esa cercanía constante –incluso asfixiante en una escena que coquetea con el terror entre cómico y alucinógeno- el film entrega un personaje plagado de reflexividad y sensibilidad como Enzo, pero que al mismo tiempo no llega a conmover como prometía al comienzo. Falta algo de esa sabiduría para emocionar que tenía Marley y yo, aunque no se puede dejar de reconocer que los últimos minutos de Mi amigo Enzo se valen del imaginario perruno –y la potencia de la voz de Costner- para conseguir una humanidad lindante con lo espiritual. Al fin y al cabo, los perros ya han probado numerosas veces que –junto a los caballos- son los animales más nobles y empáticos con el arte cinematográfico.