Mi amigo el dragón

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

Bajo el signo de la fantasía Spielberg.

Adaptación del film homónimo de 1977, la nueva versión combina acción en vivo con animación tradicional, representa una apuesta artística de riesgo y se propone como una fábula tradicional, que toma sensible distancia del vértigo vacuo del cine industrial actual.
En el film de David Lowry se cuenta la historia de amistad entre un chico y un dragón verde.

Cada tanto el cine ofrece algún prodigio inesperado, que llega sin la parafernalia del marketing invasivo de los grandes tanques de Hollywood. Mi amigo el dragón, de David Lowery, es uno de esos raros milagros. Es cierto que se trata de una película producida por Disney, uno de los emporios más grandes del mundo del cine –sino el más grande–, que en su trama reúne muchos de los elementos que forman parte del imaginario sobre el que dichos estudios edificaron su identidad artística, hasta convertirla en marca registrada. Sin embargo, está lejos de ser una de ésas en las que se invierten millones para instalarla en el mercado muchos meses antes de su estreno, como ocurre con las animadas o las de superhéroes, por hablar de otros productos de la misma empresa. Eso no significa que no se trate de una apuesta importante, pero seguro que nadie estaba esperando su estreno contando los días con ansiedad.

Más allá de eso, Mi amigo el dragón representa sobre todo una apuesta artística de riesgo, en tanto algunas de sus características la vuelven un producto anacrónico. Se trata de hecho de una fábula de forma y tono tradicional, que toma sensible distancia de la velocidad y el vértigo que definen al cine industrial moderno. Gran parte de ese carácter parece ser un legado de su origen como adaptación de un film homónimo que el mismo estudio lanzó en 1977, en la que se combinaban la acción en vivo con animación tradicional y que incluía a Mickey Rooney en el reparto. Un típico musical Disney con una banda sonora emotiva y eficaz, que mereció dos nominaciones a los Oscar, incluyendo una para la canción “Candle on the Water”, interpretada por la actriz australiana Helen Reddy (la película completa o sus fragmentos musicales se pueden ver en YouTube).

En ambos casos se cuenta la historia de la amistad entre un chico y un dragón verde, aunque con diferencias notorias en los detalles. En la original, ambientada a finales del siglo XIX, un huerfanito que había sido comprado como esclavo por una familia adinerada se escapa junto a un dragón que es su mejor amigo, en busca de un destino más grato. En cambio en ésta el nene pierde a sus padres en un accidente de autos cuando se iban de vacaciones y se extravía en el bosque, donde es salvado de los lobos por un dragón que habita ahí. Anclada en los 80, la nueva versión parece sumarse a una espontánea ola de homenajes a aquella época, cuyo pico acaba de marcar la exitosa serie de televisión Stranger Things. En ese detalle, en la decisión de ubicar la narración en esos años que para el cine, y sobre todo para el cine de adolescentes y niños, representan una estética particular y reconocible, también hay una explicación para el mentado anacronismo.

Porque Lowery, también guionista, no se priva de tejer una red de referencias y homenajes al cine de los 80, aunque no tan amplia como la de la mencionada serie, que por momentos parece un muestrario de películas de la época. Sin ir más lejos, la propia criatura se asemeja menos a la del film original, cuyo diseño respondía al del clásico dragón-reptil, que al famoso Fujur, el dragón-perro de La historia sin fin (Wolfgang Petersen, 1984), con el que guarda inocultables analogías morfológicas y de conducta. Y hasta los efectos especiales, sobre todo los elegidos para mostrar los vuelos del monstruo sobre el bosque, por momentos lucen algo retro.

Por ese mismo carril Mi amigo el dragón también comparte muchos elementos con la reciente El buen amigo gigante, de Steven Spielberg, en donde otra huérfana traba amistad con el personaje del título durante esa misma década. Pero en realidad toda la película de Lowery se encuentra atravesada por el espíritu spielbergiano. Si la sola idea de la amistad entre un niño y una criatura fantástica, y el modo en que esta es resuelta por el director, resulta inevitablemente cercana a E. T. (1982), lo mismo puede decirse del personaje encarnado por Robert Redford. Como un encantador Peter Pan arrugado, su papel es el de un abuelo que es el único adulto de la historia que se permite mantener viva dentro de sí la magia de la infancia. “Si van por la vida viendo sólo lo que tienen delante se perderán un montón de cosas”, le dice el abuelito Redford a un grupo de nenes luego de contarles por enésima vez la increíble historia de un dragón que, él insiste, vive en el bosque cercano al pueblo, aunque nadie le cree. Nadie salvo los chicos, claro, último reservorio de pureza en el que la fantasía sobrevive.