Mi amiga del parque

Crítica de Marcela Gamberini - Con los ojos abiertos

MI AMIGA DEL PARQUE (01)

EL RELATO Y LA VIDA
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Mi amiga del parque

Por Marcela Gamberini

Tratar de hacer una genealogía argentina del cine de mujeres no es tarea sencilla pero tampoco tan compleja. Las mujeres, esa mirada particular que funde los preceptos dogmáticos de los que debe ser una mujer con las experiencias inherentes a lo femenino, son escasas tanto en el Nuevo Cine Argentino (o como se llame ese conjunto de películas que irrumpen a fines de los ‘90) como en el cine actual.

La temprana presencia de Ana Poliak con Qué vivan los crotos es un buen antecedente para pensar los orígenes de ese grupo de cineastas. La irrupción de Lucrecia Martel y de Albertina Carri sorprendieron (y esperemos que lo sigan haciendo) narrando historias de padres y madres, de ausentes y presentes, de familias políticas y/o reales, de cuerpos dañados por la tanta presencia o por dolorosas ausencias, historias donde la política irrumpe en el mundo y sobre todo en el mundo de las mujeres. El universo de lo cotidiano, casi del puro presente se asoma en las obras de Martel y de Carri que narran y filman con sensibilidad y responsabilidad histórica. Las películas de Celina Murga, de Anahí Berneri, de Laura Citarella, de Ana Katz trabajan en general a partir de esa idea de lo cotidiano. El mundo de los afectos aparece de un modo más transparente frente a cierta opacidad del cine hecho por varones. La familia, los hijos, la pareja, la soledad, las confusiones, las ambigüedades, la lucha que implica cuestionar normativas sobre lo que “debe” ser una mujer aparecen como un modo especial y único de estar en el mundo, como una de las maneras de insertarse en la cotidianeidad. Los cuerpos en el cine hecho por mujeres son esenciales. Esos cuerpos que a veces no logran articularse con el espacio o que se definen a partir de él. Esos rumores femeninos que recorren las películas de Martel, esa violencia silenciosa y brutal de las películas de Berneri o la sutileza de Murga para narrar historias pueblerinas sean tal vez deudoras de la literatura de Manuel Puig. Esa esfera de lo femenino, con sus intimidades, su cotidianeidad, sus fabulaciones, sus diálogos, se refleja (en algunos casos con más intensidad) en este presente del cine argentino hecho por mujeres, funda quizás una tradición que se aleja de en cierto modo de Borges y se acerca a la “cercanía” de Puig.

También el modo de producción es diferente en estas directoras que trabajan a partir de los postulados del cine independiente y a la vez seducen con un cine más industrial en el buen sentido del término. Películas de “autoras”, muchas de ellas protagonizadas también por mujeres que llevan el sello de lo femenino no sólo en su manera particular de ver el mundo, de sentirlo, de absorberlo sino en sus formas de producción, más aireadas, más abiertas, más permeables.

La tercera orilla o Escuela Normal de Murga, Por tu culpa o Aire libre de Berneri, La mujer de los perros de Citarella y Llinás y Mi amiga del parque de Ana Katz – por citar sólo algunas- instalan sus películas en un imaginario social que discute con las ideas tradicionales de familia, de pareja, de hijos, de política, de territorio. Ellas logran acortan -o dicho de manera más radical quebrar- la dicotomía entre arte y vida. Ellas, cada una con sus improntas, sus sensibilidades, sus afecciones disuelven de manera natural y transparente, la oposición entre relato y vida. La vida es un relato posible y los relatos son posibles vidas. Todas estas películas se inscriben en cierto fluir del tiempo de lo cotidiano, lo cotidiano entendido como ese lugar en el que se enfrenta con el otro, con otras experiencias, con otras vidas.

En Mi amiga del parque Ana Katz propone una doble enunciación, como Verónica Llinás en La mujer de los perros; están fuera de la pantalla en su rol de directoras y a la vez están dentro, siendo las protagonistas de las películas. Esta doble enunciación suma un problema más al complejo tema de la enunciación en el cine que ellas resuelven jugando con naturalidad y firmeza.

Katz, acompañada por una actuación brillante de Julieta Zilberberg, atraviesan a partir de la ambigüedad y el desconcierto el terreno de lo familiar. Los cuerpos de Katz y de Zilberberg son opuestos y a la vez complementarios: la morocha y la rubia, la alta y la baja, la “mal vestida” y la modernosa son la manera en que esos cuerpos representan dos mentalidades diferentes. También socialmente están ubicadas en distintos espacios, la contraposición de la clase y por supuesto la experiencia sensible que cada una tiene con el dinero. El auto como símbolo de clase es de algún modo el disparador del accionar de estas mujeres. Objeto de deseo, de necesidad por parte de una y objeto en desuso, que hay que domar, casi innecesario para la otra.

Hay una escena que es clave en la película, podría articularse en torno a un antes y después de esta escena: Liz entra casi corriendo a una fábrica, que es donde trabaja su amiga. Esa irrupción en “otro mundo” es la irrupción a esa otra clase; nadie puede dejar de ver en esta secuencia la irrupción de Ingrid Bergman en esa fábrica, ruidosa, extraña, después que su hijo ha muerto en Europa 51 del siempre genial Rossellini, película con la que La chica del parque comparte más de una similitud. De hecho, esa irrupción es la que provoca, en todos los sentidos posibles, el llanto descontrolado de Liz. La inmersión en ese otro espacio no es solo la búsqueda del perdón de la amiga, la reconciliación, el abrazo, sino que es la entrada a otro espesor de la realidad: el contacto con otras preocupaciones, con el mundo del trabajo “real”. Liz no saldrá indemne de este contacto. De ahí en más, empieza en ella a aparecer con más claridad la idea del viaje a Saladillo, de su contacto con el auto, de ir en búsqueda de una extraña “aventura”, en definitiva de salir de ese lugar que la confunde y que no entiende. En uno de los encuentros con la amiga, Liz pasa a través de una zona enrejada, representación de ese encierro que va desde el parque hasta el departamento, desde su cabeza (recuerdo que una de las películas de Martel se llama “La mujer sin cabeza”) hasta su cuerpo. La película, en este sentido, se muestra alerta a sus formas que siempre son políticas (la referencia a Europa 51 y a Rossellini no es inocente en este sentido).

Los hijos y la maternidad como instituciones no son el tema central de la película, sino la mirada que sobre estos conceptos tienen las mujeres actuales. Aquello que casi con ferocidad aparecía en Por tu culpa o incluso en Aire libre de Berneri, la pregunta sobre qué es ser madre, o ser hija, o ser esposa, acá se trabaja desde la confusión, el desconcierto y sobre la dicotomía que produce el choque entre esas dos mujeres, que son a la vez madres reales o madres sustitutas, esposas virtuales o proyectadas, solteras con hijos. Evidentemente es una película de mujeres, de madres, de hijas, de hermanas. Familias que se construyen a partir de las mujeres; los hombres están virtualmente fuera de campo: el marido de Liz desde Skype aparece de vez en cuando; el padre de Liz le deja mensajes traducidos en frases hechas desde el contestador del teléfono; el amigo aparece sin relevancia casi como para acrecentar un poco la confusión de Liz.

Ella, Liz (Zilberberg), nunca entiende nada y esto lo dice ella directamente. No entiende a su marido, a la niñera, a la amiga. En una secuencia, ella da vueltas sobre sí misma con el bebé en brazos. Su centro es el hijo pero está confusa; no entiende y dice “¿por qué lloran los bebés?”. Se la ve siempre incómoda; en cada plano se sienta, se para, camina, habla, llora, nunca sonríe. Atraviesa ese espacio del parque como si fuera suyo y a la vez ajeno. La idea de ajenidad también surfea la película. ¿De quién es la hija que trae Rosa (Katz)?, ¿las madres nacen o se hacen?, ¿cuánto hay de eso llamado “instinto maternal”? A la vez estas mujeres hablan de sus madres, dicen que ambas la perdieron hace un año, convocan o conjuran algo ausente pero aunque no tienen referentes maternos vivos hay una especie de sustitución (otra vez las “madres sustitutas” o el tema del “instinto”) que es la niñera que contrata Liz, que tiene varios hijos y varios matrimonios en su haber; ella cuida al bebe que siempre está tranquilo a su lado, a la vez que hace las tareas domésticas sin dificultad. Es una madre completa, cosa que Liz no entiende, no puede, o tal vez no quiere.

Mi amiga del parque es una historia sensible y cercana, en la que resuenan muchas preguntas: qué es ser una mujer en este presente inmediato; cuál es la complicidad con el espacio; cómo entender la maternidad, cómo comprender qué es una familia, o cómo encontrar la distancia exacta entre un hijo y una madre. Una excelente novela reciente titulada Distancia de rescate, de Samantha Schweblin, en algún punto toca el mismo tema: ¿cuál es el hilo que une a las madres con los hijos que de tan invisible se tensa hasta encontrar el punto justo en el que es posible el rescate y el encuentro?

Pareciera que tanto la literatura en la figura de Schweblin como en el cine de la mano de Katz, de Berneri, de Murga, de Citarella & Llinás formulan los mismos interrogantes: ¿cómo poner en escena la cotidianeidad? Tal vez estas autoras compartan una franja etaria similar y respondan sus propios interrogantes o pongan sobre el tapete sus miedos, sus inseguridades, sus reflexiones. Para estas mujeres tanto el cine como la literatura son formas que adopta la vida, la contemporaneidad, el presente inmediato.

Marcela Gamberini / Copyleft 2015