Metegol

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Una fábula para el infinito y más allá

El director de El secreto de sus ojos concibió su aventura en el cine de animación no sólo para el gran público local, sino también para el internacional. Y es en esa ambición donde, problemas de guión aparte, pierde algo de su identidad.

Superproducción del cine argentino como ninguna, no sólo por sus 20 millones de dólares de presupuesto (aportados en gran parte por la coproducción española), sino también por el ejército de técnicos y animadores involucrados, la primera película de animación de Juan José Campanella, realizada en 3D, fue concebida no sólo para el gran público local, sino también para el internacional. Y es en esa ambición de pensar Metegol en un sentido amplio, no sólo en función del estreno en Argentina y España (donde se llamará Futbolín), sino también de su potencial candidatura al Oscar de Hollywood donde la nueva película del director de El secreto de sus ojos pierde no sólo algo de su eficacia narrativa, que siempre fue una virtud innegable del cine de Campanella, sino también bastante de su identidad.

Inexorablemente argentinas, las películas de Campanella siempre tuvieron en sus cimientos no sólo la commedia all’italiana (que afloró especialmente en El hijo de la novia), sino también, y de manera muy marcada, el cine de Frank Capra, esas tragedias optimistas en las que el escarnio y la adversidad permitían encontrar a sus agonistas, dentro de sí mismos, los verdaderos valores que debían guiar su vida y su conducta. Pero si Il sorpasso o Qué bello es vivir –por mencionar apenas dos ejemplos emblemáticos– llegaron a ser universales fue no sólo porque provenían de cinematografías hegemónicas (la italiana en ese momento lo era, Holly-wood nunca dejó de serlo), sino también porque reflejaban características esenciales de las culturas de las que provenían.

El fútbol, qué duda cabe, es una pasión argentina. Y qué escritor más argentino y popular que Roberto Fontanarrosa, uno de cuyos cuentos fue el disparador de Metegol. Sin embargo, luego de un ingenioso prólogo que parafrasea con humor el comienzo de 2001, Odisea del espacio, basta que la película describa su escenario principal, allí donde no sólo se desarrollarán todos los acontecimientos, sino que será también el espacio simbólico en disputa, para que se instale la duda. ¿En qué pueblito estamos? ¿En uno argentino o español? El trazado urbano que se verá más adelante, en algunos planos generales, ¿no se parece quizá demasiado a los clásicos, idealizados suburbios estadounidenses de las películas de Spielberg?

La propia sinopsis del film parece asumir este no-lugar: “Amadeo vive en un pueblo pequeño y anónimo”, dice su primera línea. Amadeo es el protagonista de la película, un chico tímido y sensible, quizá sin demasiadas ambiciones, pero con un don especial para el metegol. Nadie puede derrotarlo, ni siquiera Grosso, un chico fanfarrón y prepotente, que –gran elipsis mediante– no tardará en convertirse en el malo de la película, cuando vuelva al pueblo convertido en un “ganador”, en una superestrella del fútbol, alimentado tanto por el dinero de sus auspiciantes como por su propio, inmenso ego. El asunto es que Grosso volverá para vengarse: de Amadeo, que fue el único que alguna vez lo derrotó en algo, y de ese pueblo del que reniega y al que compra como si fuera un lote para convertirlo en un lucrativo parque temático del deporte. Algo que ni Amadeo ni Laura (su interés romántico: las chicas también tienen derecho a identificarse con algún personaje) están dispuestos a tolerar.

¿Quiénes los ayudarán a enfrentarse a Grosso? Los habitantes de ese pueblo del cual el intendente huye en helicóptero (!) no parecen tener ni el ánimo ni la fuerza para hacerlo. Serán entonces los muñequitos del metegol de Amadeo, que cobran vida a partir de un baño de sus lágrimas (el sentimentalismo sigue siendo la marca en el orillo del cine de Campanella), quienes lo asistirán en su lucha contra el mal. Y es allí donde la película también cobra nueva vida, donde deja afortunadamente atrás una estética que hasta ese momento –por las viñetas, colores y personajes secundarios– recuerda demasiado peligrosamente a la de García Ferré.

Aunque tributarios de los juguetes animados de Toy Story, los jugadores de Metegol son, por lejos, lo mejor de la película. Simpáticos, entradores, cancheros, cada uno tiene su personalidad bien marcada y definida, sin caer necesariamente en los estereotipos. Capi (voz de Pablo Rago) es el líder carismático pero siempre comprensivo, capaz de tolerar con paciencia y camaradería las vanidades del Beto (Fabián Gianola) o de escuchar resignadamente los aforismos zen del Loco (Horacio Fontova). Son ellos quienes tienen las mejores situaciones, los diálogos más jugosos, los momentos más divertidos, entre otras razones porque –a diferencia de los solemnes personajes de “carne y hueso”, portadores de la moraleja de la fábula– se saben reír de sí mismos, sin por ello dejar de ser nobles y leales.

Y son ellos, también, los que dan pie a las mejores animaciones en 3D, ya sea cuando todavía están atornillados a sus molinetes o cuando, ya libres de ese yugo, pasean felices por el mundo, tratando de sobrevivir a la pequeñez de su escala y de ayudar al héroe frente a la prepotencia del villano. Es justamente por eso, porque allí había un material tan rico, que cuesta comprender por qué –en función de un clímax que nunca llega a ser tal– esos muñequitos pasan a un injusto segundo plano en los últimos veinte minutos de película, cuando Metegol pone todas sus fichas en un partido de fútbol entre los viejos, harapientos y panzones habitantes del pueblo (entre ellos un cura como “marcador derecho”; nunca faltan los curas en Campanella) y la súper escuadra del infatuado Grosso.

Ya en El secreto de sus ojos a Campanella le costaba mucho cerrar su película, con esa seguidilla de finales consecutivos que no estaban en relación con la dinámica con la que había venido desarrollando el relato. Y ahora en Metegol ese partido-desafío se extiende tediosa, innecesariamente, quizá para remarcar (como ya lo había hecho en Luna de Avellaneda) esa idea, tan nostálgica como reaccionaria, de que todo pasado siempre fue mejor.