Metegol

Crítica de Juan E. Tranier - La mirada indiscreta

ACERCA DE METEGOL Y DEL CINE DE CAMPANELLA, DE CÓMO QUEDÓ TRUNCO, COMENZÓ LA TRISTEZA Y UNAS POCAS COSAS MÁS

Atención: se revelan finales y detalles argumentales importantes de muchas películas de Juan José Campanella.

Demás está resaltar las virtudes del cine de Juan José Campanella, ya todos las sabemos: que la impecable manufactura técnica, que el alcance masivo y popular, que el alcance internacional, que el Oscar, que sus altos costos de producción (¿esto será una virtud?), que su oficio, que sus logros profesionales, etcétera, etcétera, etcétera. Pero no deja de haber algo que me hace mucho ruido y tiene que ver con la construcción del mundo en el que viven sus personajes, sus códigos y el mensaje final de sus películas. Cómo si dentro de esas historias mínimas sobre el barrio y los personajes pintorescos que lo pueblan se realzara el valor de ser un anodino, un cobarde y un mezquino, de dejarse pisotear, total, nos tenemos los unos a los otros… cómo mínimo, es polémico, viniendo de un director al que no le gusta polemizar, ni dentro ni fuera de la pantalla.

Ricardo Darín siempre fue el eje de cotidianidad que buscó Campanella y sobre el cual giran todas las miserias diarias; ya desde temprano lo convirtió en reflejo del espectador promedio perezoso (en Luna de Avellaneda dice “no, no voy al cine, no me gusta el cine nacional”). En el mismo amor, la misma lluvia (1999), Jorge Pellegrini (Darín) es un escritor mediocre y sin talento que se enamora de una poco carismática Laura (un extraño mérito el de Campanella: afear a Soledad Villamil y volverla irritante) y que, poco a poco, con la historia argentina de los últimos veinte años de trasfondo (y la deformación ideológica de la revista en la que trabaja), se va oscureciendo hasta tocar fondo, esto es, transformándose en un crítico de cine y teatro cínico (¡!), que lo único que necesita es amor, solución mágica a todos los problemas. En Luna de Avellaneda (2004), Román Maldonado (Darín) se va del país al no encontrar salida laboral que prospere para su familia y amigos, con el club de barrio ya vendido y resentido contra todos pero, eso sí, en un último asado con sus seres queridos y puteando a los demás. En El hijo de la novia (2001), Rafael Belvedere (sí, una vez más, Darín) vende su restaurante familiar, aquel que habían fundado sus padres, a una cadena de restaurantes españoles, solamente para comprar el bar de la esquina y quejarse del progreso, del avance de las corporaciones despersonalizadoras. Amadeo, una vez terminado el cuento que le estaba narrando a su hijo en la cama, se recluye, como todas las noches, en el garaje a jugar con su metegol. Ese es el final de Metegol (2013), luego de haber perdido el partido, el pueblo y casi el amor de su chica, el mensaje de Campanella es no abandonar los juguetes de niño, no crecer ni madurar ni desprenderse de los objetos del pasado, aceptar la derrota porque no hay posibilidad alguna de triunfo.

Las referencias a Toy Story a lo largo de todo Metegol van desde que sus protagonistas cobran vida (detalle por demás curioso e insustentable dentro de la lógica de la película, ya que El Capi adquiere vida a partir de las lágrimas de Amadeo y los demás lo hacen mágica y misteriosamente) y tengan que enfrentarse a montones de obstáculos cotidianos que desde el tamaño de los protagonistas adquieren un gran nivel de peligrosidad, hasta, no una, sino dos escenas iguales entre sí que plagian el mismo momento de Toy Story 3, aquella del basural y del horno. Pero sin lograr los picos de emoción de aquellas películas porque los personajes están delineados con trazo grueso, o presentados a los apurones, sin ningún tipo de desarrollo. Por caso, todos los personajes del bar que terminan jugando ese partido decisivo y que no despiertan ningún tipo de interés porque los habíamos visto una sola vez a lo largo de la película.

Podría suponer que El secreto de sus ojos (2009) es tal vez su mejor película, porque trabaja sobre el género puro y duro, es decir, sobre un policial oscuro donde sí está bien argumentado el uso del patetismo y el valor de la mediocridad (cualidades inherentes al género), en un contexto más bien amargo. Pero aún así los personajes siguen siendo esquemáticos y mal delineados, se abren muchas subtramas que nunca se desarrollan o cierran (este defecto es recurrente a lo largo de todas sus películas, al punto de creer que casi podrían ser una marca de estilo, pero no, porque es involuntario).

De todas maneras es la única que escapa a esa añoranza pacata de un pasado mejor que inunda cada uno de los films de Campanella. Donde se festejan los valores de antaño en contraposición del avance de la tecnología y, ay, las corporaciones. Este punto es otra de las cosas que me molestan, ya que esa crítica hecha desde un mega tanque de alta producción, al menos para los estándares del cine local, y con la firma nada menos que de la Universal, es cuanto menos dudosa (El mismo amor, la misma lluvia llevaba el logo de la Warner).

El cine de Campanella, aún empujando los límites de lo que puede hacerse aquí, es más nocivo que fructuoso, más sosaina que emocional, más especulado que visceral. Un cine “que parece que no estuviera hecho acá” (típico pensamiento timorato), pero que tampoco pareciera tener o encontrar descendencia en estas pampas. Un cine hecho para las masas, no reflexivo pero sí sensiblero.