Metegol

Crítica de Javier Mattio - La Voz del Interior

Juego de rivales

La animación bien podría ser algo así como el metegol del cine: un género considerado “menor”, de factura industrial-artesanal, que ha demostrado que puede competirle de igual a igual, como lo ha demostrado Pixar, a su contraparte interpretada por actores “reales”. Metegol, en ese sentido, representa en su técnica y en su argumento esa ambición: por un lado, sale a batallar a la industria internacional con una factura gráfica impecable, con figuras, detalles y decorados que no tienen nada que envidiarles a películas extranjeras del rubro, en condiciones poco favorables; y en la historia, en esa lucha entre grandes y pequeños que opera a varios niveles: en ese megaemprendimiento global que viene a acechar al pueblo indefenso; en el fútbol de estadio opuesto al modesto metegol de bar; y en la rivalidad entre el vulnerable pero valiente Amadeo y el jactancioso Grosso, por el amor de Laura.

Pero hay una contradicción entre esos términos: Metegol parece paradójicamente querer aspirar a la majestuosidad visual máxima, a la proeza visual de un Grosso y no de un Amadeo, digamos, descuidando la narración, ahí donde se juega su lado más humano.

Esa frialdad se percibe sobre todo al comienzo, cuando después de una cita anecdótica a 2001: Odisea del espacio en la que la pelota de fútbol sustituye al famoso monolito, se introduce a los protagonistas “humanos” de la cinta, Amadeo, Laura y Grosso. En el contexto de un pintoresco bar de pueblo, Amadeo vence a Grosso en una partida de metegol, despertando en él unas infinitas ansias de venganza. Que volverán para cobrarse lo suyo varios años después, cuando un juvenil y futbolísticamente dotado Grosso es contratado por un empresario oscuro para aplastar al pueblo y su metegol con un emprendimiento capitalista de parques temáticos, museos y demás, poder que Grosso aprovechará para raptar a Laura. Más allá de la literalidad del “mensaje” sociológico y amoroso, que atañe tanto al cine popular de Campanella como al relato de Fontanarrosa en que está inspirado el filme (y que resalta en la reciente y también costumbrista Anima Buenos Aires, del fallecido Caloi), se percibe en esta escena inicial y cada vez que aparecen estos personajes una extraña hibridez o ubicuidad, producto de la combustión entre el diseño digital “neutro” y las voces de acento argentino-porteño.

Esa identidad desdibujada gana fuerza cuando aparecen los jugadores de metegol que cobran vida (gracias a una lágrima de Amadeo, marca de la casa nostálgica de Campanella tal vez anacrónica para los niños de hoy), y que le dan a Metegol sus puntos más altos en escenas de acción como la del parque de diversiones: hay algo cómico y cercano en ellos, en su baja estatura, humor y fanfarronería, y hasta sus toques más “retro” funcionan.

A pesar de los subrayados (chistes, estereotipos y sentencias de trazo grueso) y el vaivén narrativo, Metegol entretiene y encandila visualmente, con una impronta más propia de una tribuna de estadio que de un acallado metegol.