Mejor que nunca

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

Mejor que nunca tiene que lidiar con dos territorios minados de prejuicios, la comedia y la vejez. El primer encuentro entre Martha (Diane Keaton) y los habitantes de una comunidad de retiro en la soleada Georgia despierta todas las alertas posibles, en ella y en los espectadores. Pero, paradójicamente, el camino de excéntrica revelación de Martha, que abandona la quimioterapia para vivir sus últimos días según sus reglas, es similar al del espectador dispuesto a abandonar las expectativas de banalidad que se asocia al entretenimiento y a sumarse a la simpática calidez que tiene para ofrecerle la película.

La decisión de la documentalista Zara Hayes en su primera ficción es priorizar la dinámica que consiguen Diane Keaton y Jacki Weaver, convertidas en amigas en una vejez que se descubre una instancia de aguda y compartida resiliencia. Es que no solo tendrán que enfrentar las estrictas normas de las damas sureñas que gobiernan esa lujosa jubilación con mano de hierro, sino a los impedimentos que las nuevas generaciones tienen en mente para ahogar toda plenitud de esa tercera edad.

El baile de las porristas es una excusa tanto para las protagonistas como para la película: bailar significa atentar contra lo que se supone que debe hacer la gente grande y contra lo que se espera de una comedia con este espíritu. Por eso, el humor negro de Keaton y la extraordinaria gracia de Weaver son la mejor recompensa.