Megamente

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

El villano favorito

El cine de animación se encuentra viviendo una paradójica época de oro, un renacimiento parido entre los avances de la tecnología digital y la consolidación de un nicho comercial surgido en pleno siglo XXI: películas infantiles que seducen tanto a niños como a jóvenes y adultos. Hoy es casi una quimera encontrar en las multisalas filmes dedicados exclusivamente a los más pequeños, mientras los nombres y estilos de los principales estudios de animación de Hoollywood ya casi forman parte del saber popular, y son fácilmente identificables por cualquier espectador promedio. El resultado, por supuesto, es la absoluta uniformidad del género, que con muy pocas excepciones (acaso Pixar en Estados Unidos) se ha vuelto una de las especies más previsibles: ya todos saben lo que van a buscar en estos productos, y casi nunca son defraudados. El cine queda reducido así a mero suministrador de emociones y respuestas estandarizadas, justo cuando las posibilidades de los animadores parecen volverse infinitas.

Un contexto semejante, empero, obliga a valorar los pequeños detalles, las mínimas diferencias que sirvan para particularizar a las películas, sin resignar por supuesto el espíritu crítico. Se trata de una tarea tal vez infausta, pero obligatoria para aquél que ama al cine. ¿Qué vuelve entonces único a Megamente, último tanque de la factoría DreamWorks (competencia de Pixar, y creadora de la reciente Cómo entrenar a tu dragón)? ¿Cuál es su característica particular, su signo distintivo? No es por cierto su argumento, por más original que pueda parecer a primera vista, pues estamos ante un mecanismo de reciclaje típico de estos tiempos, plagado de temáticas ya transitadas (ver Los increíbles o Mi villano favorito) y de referencias a la cultura (cinematográfica, televisiva, musical) global. Tampoco su puesta en escena tiene grandes novedades, aunque a veces se despegue del más transitado convencionalismo, recurriendo al plano secuencia en ciertas escenas y estirando por momentos el timming publicitario que domina al cine norteamericano. Menos aún su diseño de producción y su factura técnica, impecables por supuesto, pero a la misma altura de sus pares del norte. Claro que hablábamos de detalles, y en ellos puede estar la respuesta: Megamente es también una especie de colage, una suma de ideas (en su mayoría ajenas) pegadas con más o menos justeza por un guión (de Alan Schoolcraft y Brent Simons) que encima intenta abordar diversos géneros, sin mucha coherencia las más de las veces. Pero al inicio hay una buena ocurrencia, que muere a los quince minutos: parodiar con fina ironía a Superman, darlo vuelta y mostrar sus dobleces. Nuestro protagonista es un extraterrestre enviado de bebé a la tierra desde un planeta extraño, antes de explotar. Sin embargo, junto a él llegará otro alienígena, que caerá en una familia rica, mientras él desembarcará en la cárcel. Aquél será un niño perfecto, cargado de poderes magníficos y preferido por los chicos de la escuela, mientras Megamente será marginado por sus compañeros, criado por malhechores y se convertirá en villano. Ya de grandes, el niño rico se habrá convertido en un símil de Superman, apodado Metroman, un verdadero fanfarrón lleno de demagogia pero que tiene enamoradas a las masas de Metrociudad con sus trucos, y vive de alimentar su propio ego; mientras Megamente será un villano de pacotilla, que fracasa una y otra ves en sus planes a pesar de poseer un manejo supremo de la tecnología y la ciencia. Todo cambiará en una batalla donde inesperadamente Megamente destruirá a su contrincante, aunque no percibirá que con él se irá también su razón de ser, su “otra mitad”, y por cierto la mejor veta del filme, que desde entonces entrará en una lenta pendiente. Ya como rey de la ciudad, Megamente vivirá una especie de tedio existencial que lo llevará a idear la creación de un nuevo superhéroe que lo enfrente para recuperar la vivacidad perdida, y luego a enamorarse de una reportera antes asociada a Metroman, aunque para seducirla deberá disfrazar su identidad. Lo cierto es que el nuevo superhombre terminará siendo más malvado que el propio Megamente, quien consecuentemente deberá transformarse en su opuesto para detenerlo.

Filosóficamente banal y políticamente tramposa, la película de Tom McGrath (Madagascar) irá perdiendo rápidamente su identidad a medida que avance el metraje, y la carencia de ideas intentará ser suplida con la acumulación de gags físicos, chistes fáciles, nuevas referencias cinematográficas, otras vueltas de tuercas y la apuesta por una espectacularidad tan grande como anodina, que aunque intenta mantener el ritmo, en el fondo no hace más que resaltar su inconsistencia. Vale citar por ello al crítico Horacio Bernades, quien escribió en Página 12: “Es justamente allí (en su espectacularidad) donde la película construye un espectador no muy distinto del de las superproducciones monumentalistas de Metroman: una masa de ciudadanos ululantes, extasiados con los superpoderes del héroe. Así, el punto de vista de Megamente empieza siendo el de nuestro villano favorito, para igualarse a la larga con el del héroe al que había prometido odiar”.

Por Martín Ipa