Medianoche en París

Crítica de Marcelo Zapata - Ámbito Financiero

También el París de Allen es una fiesta

«Ese mes fuimos al taller de Picasso en Arlès, que en aquel tiempo se llamaba Rouen o Zurich (...). Entonces, Picasso estaba a punto de empezar lo que más tarde se daría a conocer como su período azul, pero Gertrude Stein y yo tomamos café con él y tuvo que empezarlo diez minutos más tarde. Duró cuatro años y, por tanto, esos diez minutos no significaron gran cosa». La antológica frase está extraida de «Cómo acabar de una vez por todas con la cultura», uno de los libritos de Woody Allen que recopilan sus artículos de fines de los 60 en «The New Yorker».

A más de cuarenta años de entonces, y seis después de que Allen, como Picasso, iniciara su «período turístico», su primer film en París está consagrado a esa «generación perdida» que tanto ama y conoce, como ya dio testimonio en la humorada de la cita, que llevaba el título de «Para acabar con los libros de memorias». La coincidencia de ambos hechos (el rodaje en París y la recuperación de esa mitología cultural que Ernst Hemingway hizo célebre en «París era una fiesta» y que, pocos años atrás, retomó Vila-Matas en «París no se acaba nunca») es para celebrar: el nuevo film de Woody Allen, inspirado, ligero, melancólico, divertido, es también una fiesta.

Como si su zambullida en esas memorias gozosas lo hubiese liberado del humor más cínico y agrio de algunas de sus últimas películas (y, de paso, también de la obsesiva reiteración en el tema de las relaciones entre hombres maduros y jovencitas histéricas), en «Medianoche en París» alcanza esa misma frescura, y ese mismo ángel, al que llegó por ejemplo en «Todos dicen que te amo».

Y si hay algo que no puede dejar de percibirse en este film es el inmenso placer que le debe haber dado escribirlo y rodarlo, si bien no en la misma época al menos en los mismos escenarios. Es imposible, en especial para el seguidor de su obra, no contagiarse de ese placer: Woody Allen dirigiendo a Cole Porter, a Luis Buñuel, «Tom» Eliot, Gertrude Stein (Kathy Bates), Salvador Dalí (Adrien Brody), Man Ray, Djuna Barnes, Picasso, Hemingway, Scott y Zelda Fitzgerald e, inclusive y más atrás en el tiempo, a Gauguin y Toulouse Lautrec, no es cosa de todos los días.

No son ellos, claro, los personajes centrales, sino los de la fantasmagoría que vive, después de cada medianoche en París, el protagonista que encarna Owen Wilson y que el propio Allen habría interpretado años atrás, si el tiempo le hubiese permitido conservar la misma juventud con la que revive a Hemingway en el restaurante Polidor del 6e. arrondisement, a Zelda Fitzgerald junto al Pont Neuf, y a Porter tocando «Lets fall in love» en el departamento de Gertrude Stein y Alice B. Toklas del 27 de la rue Fleurus.

Básicamente, y para no desbaratar mayores detalles del argumento, Gil (el personaje de Wilson) está en París con la insoportable familia de su insoportable futura esposa (Rachel McAdams), y la única forma que encuentra para rehuirle a los tediosos compromisos es escaparse por las noches a recorrer París. Ya imaginará el lector en qué hueco del tiempo termina cayendo, y a cuál se propondrá regresar desde entonces todas las medianoches.

Sin embargo, ese recurso argumental no finaliza allí, ni en las visitas a los años y figuras de la «generación perdida». Hay una prolongación, articulada por uno de los personajes femeninos más hermosos de esta película, Adriana (Marion Cotillard, ganadora del Oscar por su papel de la Piaf en «La vie en rose»), cuyas caminatas con Gil a orillas del Sena, ambos como náufragos del tiempo, representan las mejores escenas de esta película.

La muy publicitada aparición de Carla Bruni-Sarkozy (como guía en el Museo Rodin) se limita a dos brevísimas escenas, pero aun así Allen le regala líneas de texto inspiradas y divertidas.