Medianoche en París

Crítica de Carolina Giudici - Morir en Venecia

Medianoche en París (Midnight in Paris) es un cuento de hadas, el film más concientemente infantil de toda la obra de Woody Allen. Un cuento suave y etéreo que se acaba en un suspiro, que disipa cualquier conflicto a velocidad de varita mágica para entregarnos finalmente la sonrisa del príncipe ante su deseo cumplido. Y como niños nos quedamos con ganas de más y queremos que venga otra vez la carroza que nos lleve de parranda con nuestros ídolos del arte. Y como adultos tomamos prudente distancia y nos sentimos un poco frustrados porque sabemos que la fábula es demasiado ingenua, principalmente porque resulta evidente cuál es la variable faltante en este ejercicio de añoranza de épocas doradas: la Historia. A simple vista, es cierto, la trama parecería no necesitarla, pero luego ocurre algo curioso: esa ausencia termina cobrando fuerza, justamente porque se instala como inevitable fuera de campo, el lugar en donde las hadas son espantadas por el horror. Allen abre la ecuación para el espectador.

Vayamos a una escena puntual, aquella en la cual Gil (Owen Wilson) visita junto a Ernest Hemingway la casa de Gertrude Stein, en donde conoce a Picasso y a Adriana (Marion Cotillard, magnífica en su sofisticada sencillez). Un quiebre se produce allí: fascinado con Adriana, Gil deja por primera vez de prestar atención a las celebridades de su entorno y se concentra en la muchacha. Los vemos a ambos entrar solos en una habitación mientras los demás personajes quedan detrás, casi perdidos en un rincón del encuadre. El efecto es extraño, porque como espectadores queremos seguir indagando en la vida de esos genios que ahora quedaron momentáneamente relegados. Aunque sus cuerpos se nos escapen, algo alcanzamos a oír: Stein le dice a Hemingway que su editor aún no le dio noticias con respecto al último libro del escritor. En ese diálogo lateral los artistas se abocan al costado menos glamoroso del arte: la burocracia, los intentos fallidos, las frustraciones, las negociaciones, la industria cultural triturando la mística de la vida bohemia.

Es como si Allen estuviera explicitando en esta escena, en este desplazamiento, que en su fantasía no hay espacio ni tiempo para los detalles de lo real cotidiano. En los sueños de Gil no hay lugar para el tedio ni para el dolor social: en sus idealizados años veinte sólo se admiten los highlights (¿acaso en los sueños existen los tiempos muertos, los tiempos de la espera? ¿Acaso un sueño es otra cosa que un clímax detrás de otro?). Sí, es verdad, Hemingway en algún diálogo menciona la guerra y Zelda Fiztgerald amenaza con tirarse al Sena, pero esos momentos funcionan más como datos pintorescos de los personajes que como flujos de tensión. Si los personajes famosos del film se reducen a un puñado de rasgos básicos y reconocibles es porque provienen de la imaginación selectiva del protagonista, que sólo quiere recordar el rostro festivo (y estereotipado) del pasado. Nadie habla de la carga de tristeza que viene con el paquete, y este es el hueco que a nosotros nos toca completar con nuestros propios ecos y temores. Por otro lado, sospecho que confrontar a Gil con un hecho histórico concreto (una imagen de Hitler, por ejemplo) habría sido una opción demasiado fácil para empujarlo a preferir su presente. Pero ésta no es la idea de la película. Todas las peripecias que atraviesa Gil no tienen otro objetivo que hacerlo jugarse por su deseo más profundo, asumiendo lo único que siempre llevó “piel adentro”, ya fuera en la vigilia o en el país de las maravillas. Escribir, París, el amor sincero. Anclas para el hoy. Gil nunca pretendió mudarse al pasado, pero aprovechó para descubrir otras ansiedades y beber de las vehemencias tan admiradas. El viaje en el tiempo le permitió encontrar, sobre todo, el entusiasmo. Que no es otra cosa que el futuro.