Medianeras

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Detrás de las paredes

Imposibilitados a causa de sus taras y manías de relacionarse con los demás y de circular con libertad por la ciudad en la que viven, el chico y la chica que protagonizan Medianeras se doblan y repliegan sobre la enunciación resignada de la propia soledad. El esquema de dos almas gemelas que no pueden encontrarse luce aquí casi como una novedad por el amor que el director y guionista Gustavo Taretto parece profesar por su material. Mediante el recurso de disponer las voces de los dos protagonistas en off, animadas ambas por la fuerza de una comicidad disparada en sordina, la película despliega bien pronto el orgulloso muestrario de heridas que ese par tiene para ofrecer: en los dos parece haber algo de un solipsismo militante, el canto tribal de una estirpe de desesperados en cuyo fondo se esconde, como una maldición, la vergüenza de la bestia aislada bajo el calor de su propia piel. Promediando la película se les regala, sin embargo, un encuentro que podría ser el síntoma de un destino de fábula. En las penumbras de una ciudad con corte de luz, se tocan las manos sin querer y les da un chispazo de electricidad estática. Más tarde, sin saber nada el uno del otro, se ponen a cantar al mismo tiempo una canción de Daniel Johnston en un rapto de súbita gloria, como si se tratara de un santo y seña de los desamparados.

Medianeras se acerca al género de la comedia romántica para trastocarlo, cambiando sus tonos y su ritmo con una convicción que no parece afectada por el menor énfasis, una serena autoridad que fluye con naturalidad perfecta por sus planos, musicalizados además de un modo tan extraordinario que termina convirtiendo prácticamente cada escena en un acontecimiento. La sofisticación nunca del todo asumida de la película se encarga a su vez de dotarla de ese aire de felicidad modesta, casi pudorosa, que resulta tan inesperada y original. Los planos frontales pueden insinuar algún parentesco emocional con las viñetas veleidosas de Wes Anderson pero Taretto se desentiende pronto de todo alarde y floritura para concentrarse en el recorrido interno de sus criaturas –a las que acompaña con un cariño inusual que parece forjado en un juego de distancias y aproximaciones simétricas–, que intentan sortear sus desdichas con fallidos desvíos existenciales y encuentros de ocasión. Medianeras es pródiga en ráfagas constantes de amabilidad (no hay en la película un solo personaje que sea del todo desagradable), pero también en la exhibición de la textura del desamor como una de las formas más elocuentes y menos publicitadas de la locura.

El desdén casi aristocrático con el que se rehúsa a asumir como suyos ciertos argentinismos de exportación no le impiden a la película esbozar una vocación de universalidad construida a partir de un contundente conjunto de rasgos locales particulares. El director muestra calles con su numeración, vidrieras y kioskos reconocibles para extirparlos del realismo y erigir una ciudad que se pertenece solo a sí misma. Medianeras se ahorra el descalabro social, el oportunismo político y la superstición nacionalista, pero también el miserabilismo de la clase media, la picaresca, el chantaje emocional, la oda familiar, la sordidez, la nostalgia, y hasta el sexismo, el desprecio y la estupidez. A cambio de todo eso y de parecidas lacras igualmente extendidas, Taretto hace algo insólito: entrega un universo entero en estado de levitación. Ese universo es nada menos que el del cine, y allí habitan ánimas perdidas pero también la sensación genuinamente liberadora de que en algún lugar la felicidad no es del todo imposible.

En el cine argentino muy pocas veces –o ninguna, en rigor de verdad– el azar del catastro y la urbanización encuentra con semejante precisión sus réplicas y ecos secretos en la arquitectura anímica de los personajes. Con pertinentes alusiones cinematográficas a Tati, breves como parpadeos, evidente en esos momentos en los que los personajes atraviesan solitariamente el plano de una punta a la otra, Medianeras se presenta menos como una máquina de resistencia frente a una vida deshumanizada –a la manera del tótem francés–, que como una constatación ligeramente agridulce, el postulado melancólico de que el cine no modifica el mundo que nos toca pero puede, acaso, concebir uno paralelo capaz de transformar al espectador.