Crítica realizada durante el 30° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata La cultura como estrategia de personaje Siendo el cine un medio visual, llevar adelante de forma dinámica una película cuyos motores narrativos y de desarrollo de personaje sean el amor por las palabras puede llegar a ser una tarea titánica que puede desviarse con facilidad. Afortunadamente, Alejandro Agresti (El Acto en cuestión) con su mas reciente obra, Mecánica Popular, sale lo suficientemente bien parado del desafío. El combustible de la mente Mario Zavadikner, responsable de una editorial de libros de psicoanalisis y filosofia, llega una noche a su oficina con miras a suicidarse. Dicha acción es frustrada por la llegada de Silvia Beltrán, una joven que le exige leer su manuscrito, con miras a una publicación y de no hacerlo se suicidará. Partiendo de aquí comenzará un intercambio de opiniones y reflexiones culturales e intelectuales, que dicho sea de paso confrontarán a Mario con su pasado. Mecánica Popular plantea una interesante estructura clásica con personajes claramente definidos, un conflicto claro que pone en marcha la acción y un desarrollo narrativo satisfactorio. Es una critica dura, con suficiente lugar para la comedia, contra como lo intelectual y lo cultural han pasado a ser un bien de consumo mas, en vez de ser expresiones singulares de pensamiento. Aunque las referencias intelectuales y autorales que despliega la historia exigen un enorme nivel cultural por parte del espectador, están justificadas como parte de la naturaleza esencial de los personajes. Es como una mitad que se vuelve completa a partir de los aportes del aspecto interpretativo. Por el costado de la técnica, Mecánica Popular posee una fotografía impecable con una iluminación muy meditada y composiciones de cuadro que combinan con una enorme sabiduría lo mejor del teatro con lo mejor del cine. Todo esto por no decir que la dirección de arte arroja muchos guiños sutiles para aquel espectador que posea un ojo afilado. Por el costado actoral tanto Romina Ricci como Marina Glezer dejan todo en la cancha cinematográfica al encarnar las dos percepciones que Zavadikner tiene de Silvia. Patricio Contreras entrega un secundario de lujo en su rol de un sereno con mas cultura de la que parece. Una composición admirable. No obstante, el punto alto a nivel interpretativo es incuestionablemente Alejandro Awada. El espectador puede no saber o entender nada de las citas o los autores que su personaje pregona, pero el caldero de emociones que el actor pone al descubierto al accionar los dialogos de su personaje son tales que hubiera conmovido al espectador así hablase de física cuántica. Notable. Conclusión Mecánica Popular es una película sobre la pasión, sobre el rol que tienen las palabras y la cultura en nuestra vida. Si bien, sus referencias viran violentamente a cosas demasiado especificas para el publico general, no se discute ni se debate la enorme pasión que hay en cada composición de cuadro y en cada matiz interpretativo. Si bien no es para todos los publicos, no tendra ningun problema en encontrar el suyo.
El cielo puede esperar. Estamos ante la última película del director Alejandro Agresti, que a 30 años de su primera aparición cinematográfica retoma de El Amor es una Mujer Gorda (1987) la temática de la censura editorial que existió en Argentina durante la última dictadura militar. En ambas pone de manifiesto en el personaje principal el desencanto con la realidad que le toca vivir a nivel personal y generacional. En aquella oportunidad optó contarlo desde la visión de un periodista y en esta ocasión elige la óptica de un director de una editorial. La similitud de los personajes radica en que están atravesados por los desmanes de la locura. El título del film, Mecánica Popular (2015), remite a una famosa revista de colección de artículos publicados durante 1947-2003 donde coexistían productos de diversa índole con el objetivo de informar al lector las novedades del universo técnico. En este sentido, la película también busca mostrar la multiplicidad de voces -en lugar de productos- que se corresponden con los distintos valores del mundo moderno. Esta premisa, presente en toda la historia, comienza cuando el director de una editorial, Mario Zavadikner (Alejandro Awada), a sus 50 años se refugia en el alcohol, dejando de lado la filosofía que tanto lo apasionaba de joven y que lo impulsó a escribir y publicar revistas sobre el psicoanálisis, esas mismas que en la actualidad quedaron encapsuladas en un simple contexto literario “snob”. Situación que no sólo lo preocupa sino que lo lleva a replantear los valores de su editorial a raíz del encuentro inesperado con una joven escritora, Silvia Beltrán (Marina Glezer), que se encuentra al borde del suicidio por la no publicación de su novela y que le cuestiona acerca de las razones del no querer ni siquiera leerla. En esa madrugada turbulenta, donde también entraba en los planes de él quitarse la vida, ambos comienzan a pensar y repensar la ética y las creencias del modernismo. La trama gira en torno a quién salva a quién, si él a ella mediante la publicación de la novela o ella a él, que al mismo tiempo le recuerda a su mujer, Silvia (Romina Ricci), no sólo porque su nombre coincide sino porque encuentra en ella la misma forma de pensar: depresión y desilusión constante con el presente. El contexto del film es la década del 70 y toma elementos presentes en las escuelas de pensamiento crítico y filosófico como la teoría de la “aguja hipodérmica”, desarrollada por la psicología conductista, que leía a la comunicación en términos propagandísticos, como si se inyectase un concepto en la sociedad para lograr efectos concretos y deseados de antemano. Lo cual implica un reduccionismo puro que -llevado a la literatura actual- puede remitirnos al periodista Daniel Balmaceda, quien analizó la historia y el origen de las palabras. En este sentido, el plus del film radica en que la historia transcurre en su totalidad en una única locación, la editorial. Allí cobran vida diversos personajes y situaciones donde se destaca el portero, interpretado por Patricio Contreras. Su forma de pensar dista mucho de los escritores pero tiene algo en común: la pasión por zambullirse en historias literarias, cuestionar su simbolismo y analizar las palabras. Es interesante cómo Agresti concluye que tanto un escritor como un portero pueden tener una historia para contar pese a pertenecer a diferentes contextos culturales, sociales y profesionales. En este mar de dudas lo único claro es que Alejandro Awada, una vez más, realiza una excelente interpretación del personaje que le toca, y junto a Patricio Contreras nos dejan boquiabiertos. Sin embargo el guión abre demasiados frentes, tantos que ninguno llega a ser resuelto en el largometraje. Y pese a que la propuesta es interesante no busca ir más allá de una clase universitaria de filosofía y cae en la retórica simplona del cuestionamiento del todo por el todo. Incluso hasta podría dudarse si lo que se proyecta en la pantalla grande es la realidad o un divague producto de la locura del personaje de Zavadikner.
Relato de mi enojo con el mundo. Es evidente que en Mecánica Popular, su última película, aquel director premiado y festivalero que conocimos gracias a títulos como Buenos Aires Viceversa (1996), la divertidísima El Viento se Llevó lo que (1998) y Valentín (2002); o por su ópera prima de 1984 El Hombre que Ganó la Razón, une dramas y cuestionamientos existencialistas en un contexto temporal bien delimitado, sin duda un rasgo distintivo de la mayoría de sus obras. El tema en cuestión aquí es que al editor Mario Zavadikner (Alejandro Awada) el desencanto con el modernismo y las nuevas tendencias en lo social e intelectual, incluso en lo artístico, lo abruman. A punto de quitarse la vida en su despacho, conoce a Silvia (Marina Glezer), una joven escritora que amenaza con hacer lo mismo si su novela no es leída al menos una vez por él. Un planteo más que atrapante para un film que luego hace agua por varios frentes. La película de Alejandro Agresti tiene momentos hermosos e inteligentes, pero en ocasiones se enrosca tanto en sí misma y está tan sobreactuada por (vaya la ironía) actores de primera línea, que perdemos el foco de lo que se quiere contar. Estamos ante la presencia de una parafernalia verbal tan innecesaria como salvaje, que lo único que logra es que el planteo pierda toda verosimilitud, gracia y coherencia. Si Agresti en todo caso quiso llevar a cabo una puesta más teatral, se puede justificar tranquilamente debido a los diálogos sobrecargados de palabras, conceptos y exagerada gestualidad. Pero la realidad es otra: las personas no hablan así, ni siquiera los más grandes referentes intelectuales y culturales. Esa clase de discurso ya quedó obsoleta, por lo menos en el cine. Por su parte, las apariciones de Romina Ricci (en la piel de la ex esposa de Zavadikner, quien a su vez tiene un parecido perturbador con la joven que acaba de entrar en la vida del editor) y de Diego Peretti son una de las mejores decisiones. Ricci realiza todo un monólogo de la época de la última dictadura militar, dejando mal parado además a su ex marido por otras cuestiones más “personales”; y Peretti juega una suerte de compañero y conciencia del protagonista, éste último elemento el más pintoresco de su personaje. No hay que pasar por alto a Patricio Contreras representando al portero del edificio que se llena la boca con palabras y frases intelectuales, un personaje totalmente fuera de la realidad. En resumen, Mecánica Popular peca de ser demasiado ambiciosa, no en su planteo (lo vacío de aparentar, el carisma del “snob”, el verso del porteño, etc.), sino en su modo de presentarlo. Parecería más bien una película clasicista inspirada por un estilo “woodyallenesco”, aunque cabe destacar el coraje de Agresti de hacer algo diferente y arriesgado. Pero el riesgo también tiene su precio, y en este caso el resultado es una película fallida en su afán de representar justamente lo que tanto nos molesta de ella.
Sin publicar Alejandro Agresti vuelve a filmar una película enteramente argentina (la anterior es No somos animales con John Cusack y Al Pacino), y en ella expone todas sus obsesiones como autor, mediante verborrágicas reflexiones existenciales en un film que desborda hacia la mitad para nunca más retornar a sus cabales. La historia comienza con un buen punto de partida: un editor (Alejandro Awada) recibe una noche en la soledad de su oficina a una chica (Romina Richi) que amenaza con matarse si su novela no es publicada. La tensión se adueña de la escena en una trama que pasa de la risa al llanto con total facilidad. El portero del edificio (Patricio Contreras) invade la velada en varias oportunidades aportando sus no tan ignorantes comentarios literarios. El subjetivo plano detalle de los ojos del editor que compone Awada nos abre al universo psíquico del personaje: sus miedos, fantasmas, obsesiones, e incluso desequilibrios, se presentan en pantalla. De ahí la ambigüedad entre la chica en cuestión y su ex mujer (Marina Glezer), también novelista, en un clima de pesadilla. Mecánica popular (2015) tiene puesta teatral, tres personajes en una locación, y se apoya en su elenco de gran nivel. El arco dramático que experimentan los personajes se desarrolla con naturalidad hasta mediados del film donde los excesos –de gritos, de temas transitados en largas conversaciones, y de estados de ánimo- terminan por agotar en su histrionismo. Los diversos diálogos remiten a obsesiones recurrentes del director de El acto en cuestión puestas en boca de los personajes: discusión sobre literatos, filósofos, devienen en dilemas existenciales, pasando por opiniones sobre los desaparecidos y diferencias de clase (con el portero). Cuestiones que socavan en la idiosincrasia argentina con fines críticos. Pero sucede que al poner distintos temas en el mismo plano de discusión, con la misma pasión para transitarlos, pierden su posibilidad de profundización tal como se reclama en la película. El título del film hace referencia a las costumbres (buenas, malas, insólitas) adquiridas por los argentinos. Surge de un manual de antaño con múltiples recomendaciones de actividades sin sentido. Desde ese lugar se posiciona Agresti para dar su visión de mundo.
Alejandro Agresti es uno de los mejores directores argentinos de todos los tiempos. Arrancó fuerte en la década del ochenta (post regreso de la democracia) con El amor es una mujer gorda (1987) donde hizo un alegato desde el plano filosófico e intelectual hacia la última dictadura militar; Desafió a todo el cine nacional con El acto en cuestión (película que logró estrenarse luego de 20 años); Enterneció a todos con Valentín (2002), pisó Hollywood con maestría con La casa del lago (2006), por solo nombrar (y remarcar) diferentes géneros e importancia de sus obras. En Mecánica popular el realizador vuelve a dar cátedra demostrando que no hace falta mucho para contar una buena historia: una sola locación y cuatro personajes en este caso. Otra vez la dialéctica y el debate filosófico (a través de citas de libros y autores) se hacen presentes no solo para contar lo que aparenta ser una simple historia sino también para múltiples lecturas políticas y discursivas. Ahí está la clave. En esa característica se define si la película te va a gustar o no, depende de qué clase de espectador seas y lo que estés buscando con una propuesta así. Porque el público que ingrese a la sala medio desprevenido seguro que no le gustará e incluso podrá decir “no pasa nada”, pero el cinéfilo al que le gusta probar cosas diferentes saldrá más que satisfecho. La parte actoral es perfecta. Alejandro Awada da una clase magistral sobre como dimensionar a un personaje con diferentes matices. Marina Glezer es de esas actrices a quien da gusto ver en pantalla grande y que merece ese espacio. Por su parte, la composición que hizo Patricio Contreras es excelente. Lo mismo Romina Ricci. En cuanto a lo técnico, los planos y encuadres dentro del ambiente lúgubre de esa oficina en donde transcurre todo son muy buenos y esenciales para narrar en la forma que Agresti busca transmitir más allá de los diálogos. Mecánica popular no es una película para todos, no es industrial pese a la talla de su director y protagonista, sino es más bien un relato dentro de una historia, una declaración de un autor a través de palabras de otros autores y propias. Es buen cine.
Esclavos de las palabras. La última película de Alejandro Agresti puede leerse desde varios lugares, la casi teatral puesta en escena es simplemente funcional a una idea que trasciende la anécdota, donde la palabra y los discursos recargados de retórica o citas intelectuales, es la verdadera esencia del film.
Intelectuales culposos. Mario Zavadikner (Alejandro Awada) es el dueño de una editorial en la que a pasado casi toda su vida, las cosas ya no son lo que eran, el mundo ya no es el mismo, y su editorial ya no es la que fundó cuando era un joven intelectual e idealista allá por los complicados setentas. Ahora editan y venden. Ya sin ganas de nada llega una noche lluviosa a su editorial decidido a pegarse un tiro con el arma que guarda en el cajón de su escritorio, pero una joven escritora (Marina Glezer) irrumpe en su oficina amenazando con suicidarse si el no lee su obra. Ambos personajes se ven obligados a posponer sus suicidios, y luego de forcejeos de armas comienzan un largo y casi eterno dialogo lleno de gritos e histrionismo, y el filme se convierte casi en una pieza teatral, donde ambos actores desfilan histéricos por el lugar que funciona como escenario, y que con posters y figuras de diferentes escritores y filósofos, parece darles más letra en un diálogo incesante donde repasan ideales, historias, culpas y todos los lugares comunes del intelectual porteño sobreanalizado. El personaje de Marina Glezer, la aspirante a escritora Silvia Beltrán, muta por momentos al de Romina Ricci quien encarna a la esposa de Zavadikner en su juventud, mientras Patricio Contreras entra y sale cada tanto interpretando a un portero chileno en las antípodas de ambos escritores; Diego Peretti aparece cada tanto en unos saltos en el tiempo. Los diálogos llenos de bajadas de líneas y análisis literarios resultan interminables, todo el peso de la película recae sobre las palabras, casi siempre dichas a los gritos, bien sostenidas por Awada, no tan bien sostenidas por Glezer/Ricci, que por momentos parecen dos nenas gritonas. Entre simbolismo, dialéctica y hermenéutica el espectador se marea en un filme visualmente interesante, que sabe jugar con ese espacio cerrado lleno de símbolos, pero que a pesar de los temas interesantes por los que pasea resulta pretencioso y recargado, especialmente cuando baja linea sobre la dictadura. Despues de tanta palabra la película cierra de forma abrupta luego de un hecho bastante cruel, y a pesar de habernos explicado tanto sobre análisis, conceptos y metamensajes, nos deja con un final poco claro.
Más verborragia que cine El director de Buenos Aires viceversa, El amor es una mujer gorda y El acto en cuestión presentó su primera película 100% argentina en más de una década (Un mundo menos peor es de 2004) con resultados decepcionantes. Mecánica popular tiene como protagonista casi absoluto a Mario Zavadikner (Alejandro Awada), dueño de una importante editorial especializada sobre todo en publicaciones de filosofía y psicoanálisis. Cuando está a punto de suicidarse, recibe la inesperada visita de una joven y atractiva escritora (Marina Glezer) que amenaza con matarse si él no lee allí mismo su libro, que la compañía ha rechazado ya varias veces. La (in)tensa charla entre ellos -“regada” con abundante whisky y provocaciones cruzadas- será el eje de una película recargada en la que sólo el inmenso profesionalismo de Awada (que atraviesa un gran momento artístico) es capaz de sostener con no poca credibilidad la verborragia y la pomposa impronta de los diálogos de Agresti. Para peor, en la segunda mitad la bajada de línea deriva con la presencia de Romina Ricci hacia los fantasmas del pasado y las dolorosas consecuencias íntimas de la última dictadura militar. Patricio Contreras (un portero)y un desaprovechado Diego Peretti (asistente en la editorial) completan el elenco de un film en el que la palabra y la crueldad le ganan por goleada al poder de la imagen, herramienta esencial del cine.
En pleno auge de su carrera, Alejandro Agresti decidió encarar rumbo a Hollywood luego de la menospreciada Un mundo menos peor allá por 2004. En la meca del cine industrial, Agresti filmó uno de los mejores dramas romántico/fantásticos de los últimos años, La Casa del Lago, y no se supo mucho más de él hasta siete años después con la extraña y concéntrica No Somos Animales a mitad entre las estrellas hollywoodenses y los escenarios locales. Con Mecánica Popular, presentada en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, el realizador dice presente nuevamente en su tierra; y lo hace como si quisiese barajar y dar de nuevo, como si la tentación del reset fuese demasiado fuerte. Una película pequeña, cerrada, de pocos personajes, y diálogos abarcadores. Sí, es de esas que están a un paso de mostrarnos un telón cerrándose y los actores agradeciendo al culminar. Mario Zavadniker (Alejandro Awada) es un editor con una vida apagada, de vuelta de todo, descreído de cualquier encanto. Una noche, decide llevar a cabo una maniobra para terminar con su vida, pero en la escena interrumpe Silvia (Romina Ricci), una joven escritora que asegura se suicidará si no lee su manuscrito y publican su novela. En el medio, se cruzan distintos personajes y anécdotas o hechos. Principalmente el portero del edificio, interpretado por Patricio Contreras que entra y sale de cuadro haciendo aportes con comentarios temáticos; y Marina Glezer interpretando la ex mujer de Mario, también escritora, u otra visión de Silvia. La historia entrecruza la vida y las pesadillas de Marío con un trasfondo profundamente literario. Los personajes, especialmente el portero, debaten sobre literatura, el mundo artístico, arrojan guiños constantes, y no esperan a que el espectador entre en el juego. En ciertos momentos, como si viviesen en un mundo abstraído. A diferencia de los films que le dieron un nombre (Buenos Aires Viceversa, Valentín), aquí Agresti se aleja de lo mundano, de lo social, o hace que sus personajes hablen de la historia reciente del país, pero desde ese punto de vista que los caracteriza. El modo que encuentra el director para que esto no sea una obra de teatro, más allá de algún aireo, son los planos y la fotografía con un correcto uso de luces. Por el resto, se confirma lo que ya sabíamos de su persona, es un gran director de actores, aquí está el punto fuerte del film. Todos aportan lo necesario para que sus personajes sean creíbles y los diálogos, que van de una punta a otra, tocando todo tipo de temas, son fluidos y con un ritmo especial. Alejandro Awada es quien se lleva los laureles con otro de esos personajes apesadumbrados que parecen escritos para él, alcanza una mirada (y un primer plano a ella) para que todas las palabras sobren, sus gestos son expresivos, su modo de hablar, de decir, todo encierra algo. Mecánica Popular hace rece referencia a una conocida revista que intentaba acercar el mundo de la mecánica al ámbito popular y hacía un aporte con varios “”experimentos” o creaciones que uno podía hacer desde casa. La Película de Agresti, conserva de eso, solo el título, habla para los suyos, esboza críticas e ironías, y para quienes penetren puede ser delicioso, el resto puede necesitar de un manual explicativo, o simplemente disfrutar de un buena puesta y una maravillosa interpretación.
Película con una propuesta casi teatral, filmada con una precisión que asombra y que permite rápidamente la conexión con la locura de cada uno de los personajes protagonistas, “Mecánica Popular” (Argentina, 2015) es la vuelta al cine nacional de Alejandro Agresti. Para esta oportunidad, el director decidió, contar una historia que en realidad encierra muchas otras, y que en la aparente superficialidad de la propuesta, termina, por un mecanismo de engranaje, de configurar un espacio en el que la interacción entre el trío central y las variaciones entre ellos. Silvia (Marina Glezer/Romina Richi) es una joven escritora que intentará a toda costa ser publicada por uno de los editores más importantes del país (Alejandro Awada). Para lograr captar su atención, la mujer irrumpirá una noche de esas en las que sólo los valientes se animan a adentrarse, y tras vulnerar al seguridad del edificio (Patricio Contreras) ingresará en la oficina con su manuscrito. El momento será el preciso instante en el que el editor intentara terminar con su vida, por lo que la recepción de ésta, además de sorpresiva, será inesperada ya que nunca imaginó que nadie llegara para coartarle esa decisión personalísima en la que se vio envuelto. Agresti maneja esa primera etapa del filme de manera contemplativa, la cámara acompaña y demuestra, esconde y vela, la verdadera intención con la que luego se desencadenará la inmensa tragedia de Silvia en la editorial. Una segunda instancia, en la que las constantes interrupciones del portero (Contreras) sumará tensión en varios momentos, terminará por hablar de temas que en realidad configurarán el background con el cual Agresti intenta justificar acciones y decisiones del trío protagónico. La elección de confundir a Silvia con otra que bien podría ser la ex mujer del editor o con el mismo personaje, escindido por el tiempo más que por la clara concepción de ser dos mujeres diferentes, además, aportan a la dinámica entre los protagonistas, un halo de misterio en el cual el espectador se verá envuelto para tratar de dilucidar acerca de qué es aquello que realmente acontece en la pantalla y qué es una suposición. No hay posibilidad de escaparse a la propuesta de “Mecánica Popular”, una película que en apariencia quiere reflexionar sobre las relaciones, la capacidad creativa, los vínculos, el conocimiento, y la calle como escuela, pero que también mira hacia el pasado en la dolorosa contraparte del portero, aquel hombre que busca en sus viejas revistas respuestas a un presente con ausencia s y para las que las definiciones aportadas son tan sólo excusas para su vida. “Mecánica Popular” tiene una segunda instancia dramática violenta, en la que la precisión con la que Agresti ubica la cámara es única, logrando una empatía con lo que acontece más que con las sensaciones que se disparan, las que, inevitablemente, conducen a un espacio cercano a los protagonistas.
El mundo fue y será una porquería, ya lo sé Da toda la sensación de que la obra de Alejandro Agresti va a contramano del cauce natural de los efectos del tiempo. Responsable durante su etapa europea de películas rupturistas para el acuciante panorama del cine argentino de fines de los 80 y comienzos de los 90 como El amor es una mujer gorda y El acto en cuestión, el último lustro lo encuentra decidido a abrazar todos y cada uno de los tópicos a los que antes parecía oponerse. Tanto el ejercicio casi amateur que fue No somos animales –film que, después de mil problemas de producción y derechos, se exhibió en el Bafici del año pasado– como Mecánica popular operan como plataformas para que el director de Un mundo menos peor y Valentín le pegue de lo lindo a todo aquello que no cuente con el beneplácito de su cosmovisión. Un “todo” que es más todo que nunca: aquí se despacha, entre otras cosas, contra la modernidad, el snobismo, los jóvenes, los viejos, el negocio literario, la política, la intelectualidad y, claro, las mujeres, que según él podrán ser cualquier cosa menos inteligentes. Tenía razón el crítico Horacio Bernades cuando, durante la cobertura para este diario del Festival de Mar del Plata del año pasado, en el que Mecánica popular ocupó un inexplicable lugar en la Competencia Internacional, diagnosticó que el film “atrasa unos treinta años en términos de representación y algo más de un siglo en lo ideológico”. Al fin y al cabo, el carácter retrógrado trasciende el contenido para contaminar también la forma. Secuaz de Eliseo Subiela en la cruzada por tematizar las consecuencias de la dictadura mediante apariciones fantasmales y en concebir a los hombres como seres atribulados por el pasado y a las mujeres como meros objetos de deseo, Agresti hace del dueño de una editorial especializada en publicaciones de filosofía, historia y psicología (Alejandro Awada) su portavoz, poniendo en boca de él un sinfín de diatribas que comienzan cuando llegue a su oficina una escritora (Marina Glezer) dispuesta a todo con tal de recibir una devolución de su libro. Algo –no mucho– más depurado que su trabajo anterior, el film campeará entre ese encuentro nocturno, regado por unos buenos litros de whisky y plagado de intentos de seducción y charlas sobre la “alta cultura” entre ella y él primero y entre ambos y el sereno (Patricio Contreras) después, y los sucesos de la mañana siguiente. La dinámica del trío estará regida por los imperativos de un guión escrito a pura enciclopedia, pródigo en referencias literarias carentes de cualquier armonía dramática, lo que obliga a los intérpretes a moverse en un tono deliberadamente desaforado. Guión que también incluirá una cuota de fantasía gracias a la irrupción del personaje de Romina Ricci, quien encarna al que fue el gran amor de la vida del editor. Por esas oficinas también andará, ya cuando el sol esté bien arriba del horizonte, un Diego Peretti tan perdido como la película toda.
Publicada en edición impresa.
Se estrena Mecánica popular, tras los problemas que tuvo el director con No somos animales (que pudo verse en el Bafici pasado) y El acto en cuestión (que llegó largos años después de realizada). Alejandro Awada, quien se encuentra actualmente pasando un muy buen momento en su carrera como actor, es el protagonista del director que intercala entre Hollywood y Argentina, Alejandro Agresti. En ella interpreta al dueño de una editorial que publica a nuevos escritores, pero se percibe que en su vida hay algo que no funciona y esto se termina de comprobar cuando una noche solo en su lugar de trabajo decide pegarse un tiro. El momento es interrumpido por una joven que supo colarse en el edificio tras pasar seguridad a escondidas, una joven aspirante a escritora cansada de que su manuscrito haya sido rechazado. Es ahora ella la que amenaza con suicidarse si él no lee (porque sabe que quienes leen lo que llega son sus empleados) lo que ella escribió. En esa misma planta va a sucederse toda la película, intercalando líneas temporales. Pocos actores, diálogos extensos y cargados de referencias literarias contemporáneas, dan como resultado un film muy teatral. Agresti juega con sus personajes, con las líneas argumentales confunde, exagera, sobre carga. Incómoda, pesada, Agresti quiere abarcarlo todo. El suicidio, la muerte, política, psicoanálisis, Dictadura, sexo. Son algunos de los tópicos que sus personajes tocan en esa noche que les va a cambiar la vida. Awada es quien se carga la Mecánica Popular al hombro (aunque como todos, sus actuaciones son un poco exageradas, forzando la idea de lo teatral) pero lo cierto es que cada uno de los actores están muy bien dejando en evidencia que Agresti es también un director de actores. Marina Glezer y Romina Ricci son dos Silvias (no es casual que ése sea el nombre elegido y por si queda alguna duda, sí, es en referencia a Sylvia Plath) trastornadas, con mucho bagaje y cierta devoción hacia el personaje del editor. Patricio Contreras interpreta al hombre de seguridad que también va a tener un pasado del cual algunos aspectos quedarán expuestos. Y Diego Peretti tiene una participación incluso menor en la cual no está menos que correcto, tampoco tiene más para lucirse ya que se lo siente desaprovechado. Muy bien dirigida en cada aspecto, aunque Mecánica Popular falla en un guión cargado de diálogos ampulosos y pretenciosos.
Cae en su trampa Con altos y bajos, descansa demasiado en diálogos y enredos que le restan claridad. Quizá sea porque esperamos más y más de Alejandro Agresti que la manera de mirar su obra es siempre exigente. Excesivamente exigente. El responsable no es otro que él mismo, artesano de obras exitosas en filmes diversos, como Valentín o El acto en cuestión, contador de historias personalísimas más allá del género. Es por eso que Mecánica popular, su último trabajo, tiene de antemano la vara bien alta. Y Agresti asume ese riesgo sin titubeos, para desanudar una trama encerrada, muy hablada, que por momentos se vuelve tan claustrofóbica como algunos de sus personajes. Ya volveremos sobre el punto, pero en principio notamos que el filme cae en su propia trampa, una trampa retórica que se contrapone con una idea central de la película. Si lo popular seduce, derrota, a un forzado mundo intelectualizado, a los protagonistas de ese mundo que sucumben frente a la evidencia de una vida menos enroscada, el filme es pura evidencia de esa falta de practicidad. Agresti cuenta una historia sencilla, que se dispara en devaneos varios. Transcurre en una noche, en una editorial, y está, como dijimos, muy atada a los diálogos. Mario Zavadikner (Awada) es un editor de libros desencantado. Va a suicidarse. Está lo suficientemente borracho y decidido para hacerlo. Pero entra en escena Silvia Beltrán (Glezer), una joven escritora que lo amenaza con matarse si él no lee su novela. Todo ocurre en tiempo real, con algunos flashbacks que amplían el contexto, ambientado en los años setenta. Y se superponen varios temas a ese central de la relación que comienzan el editor y la escritora. El mundillo interno de una editorial, los mandatos del mercado, los criterios y los prejuicios, las respuestas de manual y, por supuesto, lo popular siempre subestimado. Punto que es encarnado por el sereno de la editorial (Contreras), que sube y baja a las oficinas con los puños cargados de verdades, y esa famosa revista Mecánica popular, que es pura seducción y comprensión para estos intelectuales caídos en desgracia. Agresti, que armó un buen elenco a la altura de su pretensiones (Diego Peretti y Romina Ricci se suman a los nombrados), es un enemigo declarado del minimalismo. Fiel a su instinto, otra vez redobla la apuesta, y sabemos, ese no siempre es un punto a favor.
LA MUERTE Y LAS OPINIONES Alejandro Agresti, autor también del guión vuelve a un cine más jugado dramáticamente, y cuenta para ellos con grandes actores, el gran Alejandro Awada, Romina Ricci, Marina Glezer, Patricio Contreras y Diego Peretti. El argumento es sencillo, un editor desencantado con su existencia pretende poner fin a su vida, una noche en su editorial. Lo interrumpe una mujer que amenaza con matarse si él no lee su manuscrito y eventualmente lo publica. El tema es que entre el editor, la mujer y el recuerdo de otra (Ricci) solo hay una tremenda parrafada de las opiniones de Agresti sobre nuestro país, los snobs, los intelectuales, la cultura y todo el enojo que siente por este mundo. Solo un actor como Awada puede hacer pasable tamaña catarata de su discurso verborrágico, por momentos atormentador.
Agresti dispara frases como munición gruesa sobre el espectador Algunas obras de teatro claman por ser llevadas al cine. Y algunas películas merecerían ser llevadas al teatro. Esta es una de ellas, jugada básicamente en un solo sitio a lo largo de la noche, con tres personajes continuamente hablando, y no diremos dialogando porque más que diálogo acá hay choque oral permanente, en forma frontal, solapada o alegórica. Incluso podría hacerse una puesta menos enervada que ésta, para apreciar mejor su contenido. El tema enfrenta a un editor de asuntos filosofales con una pretendida novelista. A ambos con un guardia de seguridad que se entretiene leyendo y recordando. A cada uno con su propio pasado (ahí es donde aparecen otros dos personajes, pero el más tocante es el tercero, que no está más). Y, particularmente, el asunto enfrenta al siempre peleador Alejandro Agresti con la burguesía intelectualosa, cuyos dialécticos devaneos compara con la famosa Máquina de Hacer Nada de Lawrence Wahlstrom, un tipo que se pasó 15 años agregando y/o reordenando sucesivas piezas (más de 700) a un aparato que funcionaba de maravillas, pero no tenía la menor aplicación útil. Bajo esos palos cae también el esnobismo de las corrientes psicológicas. "El lacanismo le entregó al verso vernáculo el diploma que sólo merecía en chiste", es sólo una de las muchas frases que pegan lindo en esta historia, y hay tantas, una atrás de otra, que el texto, además de ser llevado al teatro, bien merecería ser publicado. Es el sentido de las palabras, el uso malintencionado y mezquino de los razonamientos, el verso nacional según cada sector lo desarrolle, el ninguneo de una clase que se cree pensadora, sobre otra que sólo quiere ser hacedora de cosas prácticas, todo eso (y algún bonus) es lo que acá se expone. Lástima grande, que se expone a los gritos y puteadas cayendo sobre el espectador como una lluvia continua de munición gruesa. Sólo Patricio Contreras salva su parte, gracias a su talento y al personaje respetuoso, sin ínfulas, que le tocó en suerte. Dicho sea de paso, "Mecánica Popular" era la edición en español (1947-2003) de una revista norteamericana de divulgación técnica que en su país todavía sigue saliendo, "Popular Mechanics". Y la Máquina de Hacer Nada puede verse en https://www.youtube.com/watch?v=Bp4tGTNNi1I
Una noche de tormenta, un editor deprimido recibe la visita de una escritora decidida a pegarse un tiro si no lee su novela. Casi inmediatamente se hunden en una discusión intelectual, pero también personalísima, como si se conocieran de toda la vida, con largas parrafadas que parecen bajar la línea del director y autor, Alejandro Agresti, casi como vehículos para sus privados ajustes de cuentas con quién sabe qué, mientras otros elementos y personajes abren flashbacks a un pasado difícil. Pretenciosa, estática, grandilocuente y anticuada, más que provocar, irrita.
POINTS: 3 Argentine performer Alejandro Awada is without a doubt an extremely accomplished actor. With a strong theatrical and cinematic background, he’s embodied most diverse characters, many of whom are quite memorable. And yet thanks to filmmaker Alejandro Agresti, his performance in Mecánica popular is memorable too, but for all the wrong reasons. As over the top as it gets, absurdly contrived, and entirely unengaging, it only becomes watchable from time to time, that is to say when the actor seems to be doing his own stuff by disregarding the coaching of his director. So let’s say it at once: Awada’s performance is the highlight of Agresti’s new film, which is absolutely excruciating. First, the storyline. Mario Zavadikner is an old, alcoholic editor who’s devoted a large part of his life to publishing philosophy, psychoanalysis and history, but none of that has given him the bliss and satisfaction he longed for. So now he feels both his social and intellectual reality are very disappointing and so one night he decides to shoot himself at his office in the publishing house. That is until, out of the blue, the young Silvia Beltran (Marina Glezer) appears on the scene. She’s no less than a wannabe writer with the manuscript of her first novel, which she wants Zavadikner to read and ultimately publish. If he doesn’t do so, she’ll just shoot herself in front of him. What ensues is an overlong, unbearably pretentious and conceptually vacuous monologue eventually disguised as a conversation in which Zavadikner spits out his supposedly wise opinions on life in general, intellectuals, the art and cultural world, those who inhabit it, post modernism, and whatever else he can think of. Silvia listens and, every now and then, says something. Then Zavadikner keeps on talking, talking, talking. And hence Agresti subjects viewers to a never ending discourse filled with commonplace, childish insights and adolescent anger towards everything and everyone — considering Agresti’s usual critiques, it’s not hard to realize he is the one actually speaking though the mouth of his character. Then, all the forced, nonsensical references to the military dictatorship. Oh, boy. This is the part when you are bound to think you’re watching a parody of lame films dealing with the effects and consequences of the dictatorship. Well, that’s not the case. You’re actually watching one. To be honest, I first thought Agresti was going for a personal grotesque, a farce maybe, some kind of non-naturalistic register. And yet, as the film unfolds, I realized he was trying to make a realistic film with real characters engaged in real dialogue. Well, that’s certainly not what came out of his directorial efforts. Not by a long shot. when and where Mecánica popular (Argentina, 2015) Written and directed by Alejandro Agresti. With Alejandro Awada, Patricio Contreras, Marina Glezer, Romina Richi, Diego Peretti. Produced by Sebastián Aloi. Cinematography: Marcelo Camorino. Editing: Anabela Lattanzio, Alejandro Agresti. Sound: José Luis Díaz. Running time: 90 minutes.
Yo contra el mundo Después de su última película en Argentina ya hace 12 años, Alejandro Agresti vuelve al cine nacional luego de su paso por la experiencia de dirigir en Hollywood. Mario Zavadikner (Alejandro Awada) es el editor en jefe de una prestigiosa editorial, está sumido en una intensa depresión y ya es un alcohólico sin remedio. Una noche de lluvia decide suicidarse en su oficina pero el acto es interrumpido cuando descubre que se metió en la editorial una joven llamada Silvia Beltrán (Marina Glezer), una escritora que le pide que lea su manuscrito que ha sido rechazado varias veces y si no lo hace se va a suicidar ahí mismo. Los dos personajes tendrán un duelo dialéctico durante toda la noche que se verá interrumpido por las apariciones del guardia de seguridad nocturno (Patricio Contreras), un hombre más simple y poco instruido pero que absorbe los conocimientos por medio de los libros que le otorga la editorial para hacer más amena la noche. La conversación hará a Zavadikner reflexionar sobre su pasado y el tiempo que pasó con su esposa Silvia (Romina Richi) en las épocas más oscuras de la historia argentina, el límite entre las mujeres se va diluyendo y no puede distinguir cuál es la que fue su esposa. A pesar de tener un argumento bastante interesante y de que Agresti logra crear un clima, no logra mantenerlo del todo ya que se queda en eso y la mayoría de los diálogos son citas a escritores, intelectuales, pensadores y filósofos. Por lo que hay que tener cierto conocimiento para entenderlas a todas. Todo el elenco es sólido, pero Alejandro Awada saca al frente a su personaje y ante tantos diálogos cargados lo hace convincente y de lo mejor de la película, Marina Gleezer cumple como la contraparte femenina y otorga momentos interesantes. Diego Peretti es el principal colaborador del personaje de Awada y aunque tiene pocos momentos está para aportar calma. También entre las grandes interpretaciones hay que nombrar a Patricio Contreras, quien será importante a medida que pasa la historia. Técnicamente correcta se complementa con la experiencia de Agresti y aunque en guion deja algunos baches y se hace algo pesada, es bueno volver a ver algo de uno de los directores que marcaron una época en el cine argentino.
Mecánica popular es una película al borde de un ataque de nervios El de Alejandro Agresti es un caso raro. El año pasado, el tardío estreno de El acto en cuestión, una película que filmó en 1993, nos recordó la aparición en escena de un cineasta lúcido, imaginativo e irreverente que en los años 80 desarrolló una interesante primera etapa de su carrera en Holanda y evidenció su capacidad para producir un cine enérgico, comprometido y personal en películas como El amor es una mujer gorda (1987) y Boda secreta (1989). Pero en algún momento Agresti cambió de rumbo -ya en Buenos Aires viceversa (1996) daba pistas de ese viraje- y su cine empezó a denotar cierta inclinación por la hipérbole, el trazo grueso y la declamación permanente. Mecánica popular es probablemente la consumación más acabada de ese estilo que, claramente, no lo ha beneficiado. El argumento es muy sencillo, incluso débil: una escritora joven (Marina Glezer) llega a una editorial y exige que lean y publiquen su primera novela. Amenaza con suicidarse si el responsable del sello (Alejandro Awada) no cumple con su deseo. A partir de ahí la película se transforma en una sucesión de conversaciones en las que el personaje de Awada tiene mayor protagonismo: cínico, descreído, aficionado al whisky y el tabaco, se queja con una intensidad desmesurada de los que bajan línea en el mundo del arte, pero, paradójicamente, hace exactamente lo mismo. ¡Y cómo! Y ése es uno de los mayores problemas de la película: los personajes parecen maniatados por los discursos del director, son simplemente vehículos de sus ideas sobre la política, la literatura y el cine, que, por otra parte, están teñidas de resentimiento y funcionan casi siempre a fuerza de lugares comunes. El ingreso en la historia de un personaje fantasmal encarnado por Romina Ricci en un registro abrumadoramente altisonante no mejora las cosas. A partir de su aparición, todo parece fuera de control: lo que se dice, por lo general a los gritos, siempre tiene tono imperativo, mientras que las actuaciones se sumergen sin prejuicios en un verdadero festival de la exageración. A través de esos personajes que viven al borde de un ataque de nervios, Agresti escupe su malestar contra el vacío cultural, el esnobismo, las modas intelectuales, la herencia de la dictadura militar y hasta el cine de David Lynch, colocándose como el portador de una verdad revelada que el resto del mundo, según él, desconoce. Esa actitud revela una clara megalomanía y perjudica mucho más su cine que la supuesta paja dialéctica contra la que sus personajes despotrican, presos de una furia ajena que no les permite el vuelo propio.
Habla sobre los momentos difíciles que pueden vivir editores y/o escritores, y en este caso uno de los protagonistas está atravesando una profunda depresión donde una noche cuando se aparece en medio de esa oscuridad en la cual se encuentra inmerso, una joven escritora que puede ser un ángel o demonio le hace revivir su pasado (algunos pasajes por los tiempos de la dictadura militar) y presente. La historia tiene un corte muy teatral, todo se desarrolla en un mismo ambiente, que puede resultar hasta claustrofóbico, con una luz muy tenue, entre alcohol y cuatro personajes interpretados por Alejandro Awada, Marina Glezer, Patricio Contreras (el sereno, no se destaca demasiado) y Romina Ricci. Existe otro personaje bastante desaprovechado: Diego Peretti como asistente de la editorial y su puesta termina siendo algo parsimoniosa.
Una larga noche de verborragia, alcohol e intentos de seducción son el centro de esta nueva película de Alejandro Agresti, en la que el director de VALENTIN vuelve a cierto formato (o forma) que supo darle algunos buenos resultados mucho tiempo atrás. Aquí se trata de un veterano editor literario (Alejandro Awada), alcohólico y desencantado de casi todo, que una noche recibe la visita en su editorial de una mujer joven (Marina Glezer) que no logra conseguir que su manuscrito sea tomado en cuenta por él y exige ser atendida, leída y eventualmente publicada. A lo largo de la noche en la que se pasarán hablando, discutiendo y más, Awada aprovechará para explayarse y dar a conocer tanto su pensamiento sobre el mundo (especialmente, el de la cultura) como una parte importante de su historia personal mientras la chica tratará de colar sus opiniones como puede, exigiendo ser al menos escuchada, tomada en cuenta. Pero raramente lo logrará. Lo único que le importa al personaje es escuchar su propia voz y, bueno, ya se imaginan que más… El monólogo del personaje de Awada es, de algún modo, una larga parrafada propia del realizador, una suerte de gran queja sobre la modernidad, sobre el snobismo, sobre los falsos intelectuales jóvenes, sobre la incapacidad intelectual de los que no atravesaron la dictadura y un manifiesto del desencanto que se verá trastocado cuando esta mujer le traiga a la memoria a otra de su pasado (Romina Ricci), que se confundirán en su presente. Otro rol importante lo juega Patricio Contreras como el sereno del lugar que al oír ruidos se hace presente en las oficinas primero para chequear qué pasa y luego para participar en forma más activa en la intensa situación que la escritora y el desgastado editor mantienen. Un personaje tratado con una condescendencia mayúscula. El secreto de la película es Awada, que logra convertir los textos imposibles de decir que ha escrito Agresti para él en algo más o menos tolerable. Es una larga diatriba y bastante molesta –aunque el personaje y el director crean lo contrario, o así lo parece– contra todo y todos en un lenguaje entre pretencioso, teatral y literario que nunca parece del todo creíble en la boca de un alcoholizado protagonista. Awada hace milagros para que uno soporte esa parrafada de agresiones –a las mujeres, a los jóvenes, a lo que se le cruce en el camino– y casi lo logra. En su boca, textos imposibles que apenas podrían funcionar en un formato teatral parecen casi aceptables en una pantalla de cine. Glezer y Ricci –en sus distintos pero cruzados roles– apoyan y sostienen el texto de Awada y lo hacen de la mejor manera posible, pero MECANICA POPULAR es casi una descarga personal del realizador puesta en boca de este gastado y descreído intelectual que se autocritica, sí, pero en el fondo no demasiado. También tiene su peso el personaje de Contreras, que cobrará más fuerza sobre el final, mientras que en un pequeño rol Diego Peretti intentará ponerle un poco de calma al asunto. Le será difícil: la película funciona como una incontinencia verbal de un director enojado con el mundo, con la intelectualidad, con la cultura, con el país y con la vida que, de no ser por un actor notable que transforma eso en algo con cierta forma y peso dramático, sería decididamente intragable.
Es común (yo diría que es condición sine qua non) que una película de autor sea imperfecta. Por lo menos como obra en sí misma. Desde los 50' que varios críticos nos explicaron que existe cierto cine que para ser experimentado en plenitud debe ser tomado como una pieza de algo más grande; que necesita de algo más para ser completada. Vemos en ella cosas que nos llaman más la atención, que resultan por ahí atractivas o bellas pero nos distraen de lo meramente narrativo y nos recuerdan la mano de un artista que está detrás de todo esto. De alguna forma el cine de autor boicotea la organicidad y redondez de la obra adrede porque de esta forma hace participar al espectador de una nueva sinergía que siempre se extiende a lo largo de varias películas.
Marionetas sin control Agresti nunca fue un tipo mesurado. Sus mejores películas, incluso, hicieron de la desmesura un modo de conciencia en un contexto especial para el cine argentino posterior a la democracia, donde hacía falta un sacudón importante en la renovación de formas a la hora de dar cuenta de la dictadura. Tras su paso por Hollywood regresa con este film plagado de gritos, donde el arte de la declamación parece ser el principio rector a la hora de vomitar resentimientos y sentencias de trasnochado. Tal actitud, lejos de la transformación que alguna vez propuso su cine, pareciera revivir los fantasmas de títulos como Darse cuenta (Alejandro Doria, 1984). En este sentido, Mecánica popular abre la puerta al rancio panorama de aquella época donde cada palabra implicaba la búsqueda de una frase célebre. Se sabe: las buenas intenciones mal acompañadas no tienen destino asegurado. La cuestión es que Agresti “trae Hollywood a la Argentina” y se encarga de mostrarlo en la secuencia que abre la película, donde el editor Mario Zavadikner (Awada, quien sobreactúa hasta con la mirada) ingresa a una oficina que nada tiene de color local. Su pose, sus primeros movimientos y el ámbito en el que circula son propios del imaginario yanqui. A punto de suicidarse, una joven interrumpe y le exige ser atendida. Ha escrito un libro y se lo han rechazado. Si el conflicto es una punta interesante para desarrollar una pieza de cámara con ribetes policiales, la película pierde el rumbo enseguida cuando desdobla temporalmente la acción como una excusa para sacar a relucir una caterva de rencillas generacionales, resentimientos contra críticos, basureada a los jóvenes, y otras tantas sentencias oportunistas que conectan con los peores exponentes del cine que alguna vez el director enfrentó con propuestas intensas y radicales. El resultado, a pesar de mantener una atmósfera de encierro captada con dinámicos movimientos de cámara, termina cediendo el trono a la catarata verbal. Ni siquiera la presencia de Patricio Contreras, como tercero en cuestión que pone en crisis la disputa corporal y dialéctica binaria (gracias una vez más Cassavetes), logra apaciguar el aire de importancia insoportable que despliega el alter ego del director, un señor que nos viene a enseñar que no se puede ser contradictorio, que les hace decir a los personajes “no se puede duchar una vez en París y otra en el pueblo” o “al final somos todos iguales”, que demuele el esnobismo de la crítica y a continuación desplaza la cámara hacia el Guernica de Picasso para cerrar la historia. Es una verdadera pena que la sensibilidad de un director como Agresti haya devenido en algo tan poco popular y mecánico: una acumulación de todos los defectos de su filmografía.
El director Alejandro Agresti supo transitar por el borde de la excelencia cinematográfica, con búsquedas estético-narrativas interesantes como en el filme “El acto en cuestión” de 1993, recién estrenada en 2015 en la Argentina. También profundizó en la búsqueda a través de rupturas de estructura narrativa en “El viento se llevó lo que” (1998), sin dejar de lado el reflejo de la sociedad que lo circundaba con “Buenos Aires viceversa” (1996), hasta dar paso a su costado más novelístico con realizaciones como “Valentín” (2002). Si algo quedaba en claro en sus producciones, era que en su búsqueda por el saber del ser y de ser lo que impulsaba no se respiraba un aire de sapiencia “a priori”. Esto es exactamente lo que sucede en su última obra. Parecería ser que en ella quisiera desplegar sobre el espectador su bagaje cultural y de conocimiento, el que ya se reflejaban en sus anteriores producciones sin ser expuestas de manera explícita, esto dentro de una estructura fílmica muy cercana al teatro, pues todo transcurre en el mismo espacio físico, con diferencias temporales, pero haciendo revivir lo cinematográfico a partir de los movimientos de cámara, los planos elegidos, el montaje, la excelsa fotografía, como así también la sobrecargada dirección de arte que abusa con fotografías de Lacan, Kafka, un muñeco de Freud, carteles de filosofía por doquier, hasta nos muestra con detenimiento “El origen de la tragedia”, de Friedrich Nietzsche. Redundante al extremo. El filme esta construido a “partir de varios raccontos” que el director utiliza para ir y venir del presente a un pasado reciente del mismo personaje. La narración comienza cuando Mario Zavadikner (Alejandro Awada) llega una mañana a su editorial sonriente, posiblemente más de lo acostumbrado pues los empleados lo miran sorprendidos, y Armando Carreras (Diego Peretti), su mano derecha, lo interroga sobre esto, mientras le informa de la muerte de García (Patricio Contreras), el sereno de la empresa, durante la noche, por un posible infarto. Sentado en su escritorio interroga sobre un manuscrito de Silvia Beltran (Marina Glezer), una joven escritora que lleva el mismo nombre de su difunta esposa (Romina Ricci). En un salto temporal hacia atrás estamos en la noche del día anterior, Mario Zavadikner (¿un anagrama?), quien tras dedicar su vida a publicar filosofía, historia y psicoanálisis, el editor, desencantado con la realidad social e intelectual, decide pegarse un tiro en su silla del escritorio de su oficina.. Una inesperada presencia detiene su intento: Silvia Beltrán, una joven escritora que amenaza con suicidarse si él no publica su novela. Lo que sigue, con idas y vueltas del presente al pasado reciente, es todo un juego de gato y ratón entre Silvia y Mario, en donde se entrecruzan tanto las historias personales y las ideas intelectuales que no sabemos quién salva a quién, por momentos muy reiterativas en tanto posición de los involucrados, situación que va en contra del desarrollo del relato. En medio de esta batalla intelectual tenemos un convidado de piedra, el sereno que va demostrando con el correr de los minutos que es mucho más de lo que aparenta. El filme se sostiene por las actuaciones, con un Patricio Contreras formidable, Alejandro Awada de muy buena composición de personaje, aunque supo de mejores performances pues por momentos cruza la línea de la sobreactuación, muy bien acompañados por el resto del elenco. Un texto enclavado en los personajes que presenta, constituye y define, lastima la cantidad de citas de grandes autores, que si bien demuestran el nivel intelectual del director, dejará afuera a muchos de los espectadores. La cinta podría definirse a partir de un cartel en la pared de la editorial, cartel que es varias veces mostrado, en plano detalle o en distintos paneos con la cámara, dice “NO SE LO QUE QUIERO, PERO SE COMO CONSEGUIRLO” firmado por Patrik Pesto (¿un alter ego de Alejandro Agresti?) No es una realización fallida, pero no cubrió las expectativas, por lo menos las de quien suscribe estas líneas.
Crítica emitida en Cartelera 1030-sábados de 20-22hs. Radio Del Plata AM 1030