Mecánica popular

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

Mecánica popular es una película al borde de un ataque de nervios

El de Alejandro Agresti es un caso raro. El año pasado, el tardío estreno de El acto en cuestión, una película que filmó en 1993, nos recordó la aparición en escena de un cineasta lúcido, imaginativo e irreverente que en los años 80 desarrolló una interesante primera etapa de su carrera en Holanda y evidenció su capacidad para producir un cine enérgico, comprometido y personal en películas como El amor es una mujer gorda (1987) y Boda secreta (1989). Pero en algún momento Agresti cambió de rumbo -ya en Buenos Aires viceversa (1996) daba pistas de ese viraje- y su cine empezó a denotar cierta inclinación por la hipérbole, el trazo grueso y la declamación permanente.

Mecánica popular es probablemente la consumación más acabada de ese estilo que, claramente, no lo ha beneficiado. El argumento es muy sencillo, incluso débil: una escritora joven (Marina Glezer) llega a una editorial y exige que lean y publiquen su primera novela. Amenaza con suicidarse si el responsable del sello (Alejandro Awada) no cumple con su deseo. A partir de ahí la película se transforma en una sucesión de conversaciones en las que el personaje de Awada tiene mayor protagonismo: cínico, descreído, aficionado al whisky y el tabaco, se queja con una intensidad desmesurada de los que bajan línea en el mundo del arte, pero, paradójicamente, hace exactamente lo mismo. ¡Y cómo!

Y ése es uno de los mayores problemas de la película: los personajes parecen maniatados por los discursos del director, son simplemente vehículos de sus ideas sobre la política, la literatura y el cine, que, por otra parte, están teñidas de resentimiento y funcionan casi siempre a fuerza de lugares comunes. El ingreso en la historia de un personaje fantasmal encarnado por Romina Ricci en un registro abrumadoramente altisonante no mejora las cosas. A partir de su aparición, todo parece fuera de control: lo que se dice, por lo general a los gritos, siempre tiene tono imperativo, mientras que las actuaciones se sumergen sin prejuicios en un verdadero festival de la exageración. A través de esos personajes que viven al borde de un ataque de nervios, Agresti escupe su malestar contra el vacío cultural, el esnobismo, las modas intelectuales, la herencia de la dictadura militar y hasta el cine de David Lynch, colocándose como el portador de una verdad revelada que el resto del mundo, según él, desconoce. Esa actitud revela una clara megalomanía y perjudica mucho más su cine que la supuesta paja dialéctica contra la que sus personajes despotrican, presos de una furia ajena que no les permite el vuelo propio.