Mauro

Crítica de Gastón Molayoli - Metrópolis

Sabemos que el dinero físico es una abstracción, un papel inventado para agilizar gran parte de nuestros intercambios, pero nos olvidamos de ese carácter ficticio. Los papeles se deslizan entre las manos, se acomodan en bancos, cajas, bolsillos, carteras, debajo de los colchones. Pocos le prestan atención a los billetes, observan detenidamente la figura del frente o el monumento del dorso.
Mauro es un especialista en el tema. No es banquero sino pasador y, por lo tanto, el dinero que hace mover es falso. Se mueve en ferias, compra cualquier cosa, paga con billetes de cien y le rinde el vuelto a un taxista que forma parte de una gran organización clandestina. Todo sucede, por supuesto, entre las sombras. Pero Mauro no es una de esas películas que habitan principalmente la noche o que se concentran en la labor de un protagonista distante que se vincula con poca gente: Mauro no es un policial negro. Sería equivocado, por otra parte, pensar que su protagonista tiene algo que ver con el Rulo de Mundo grúa. La película de Rosselli poco se parece a la de Trapero, aunque en términos temáticos pueda establecerse algún parentesco.
Con la ayuda de dos amigos, Marcela y Luis, pero especialmente con el segundo, Mauro redoblará la apuesta: empezará a imprimir su propio dinero. La persona que hará circular el dinero llegará gracias a Paula, una mujer que Mauro conoce en un boliche y con la que entabla una relación. Mientras invierte su tiempo en el proyecto hace changas, esa manera tradicional de ganar dinero en la que la informalidad es la regla. En su tiempo libre toma diferentes drogas: cocaína para levantar y ansiolíticos para bajar. A estos últimos los consigue gracias a su madre, una cinéfila que siempre le habla sobre alguna película y que adjudica la inestabilidad de su hijo a las drogas consumidas a lo largo de su vida.
La mayor parte de la película está constituida por planos fijos, precisos pero nunca preciosistas, que recortan un paisaje obrero alejado de las zonas pudientes de Buenos Aires. Dentro de esa geografía, Rosselli se detiene en situaciones que no se vinculan con el tiempo que el mercado identifica como productivo. Vemos al protagonista mientras se fuma un cigarrillo, escucha un recital en la calle, come o toma algo con los amigos. En un momento observamos la conversación que sostienen Marcela y Mauro, en el patio de la casa de la primera, mientras ella le corta el pelo. La dinámica que se genera entre ambos es de mucha intimidad, como si se conocieran bastante. Marcela quiere saber si Mauro está enamorado pero este esquiva la pregunta. Después fuman un cigarrillo y se quedan en silencio apoyados sobre el costado derecho del plano en uno de los pocos encuadres de la película que posee una leve afectación. Más tarde vemos a Mauro con un cigarrillo en la mano y una cerveza al lado mientras descansa, junto con un amigo, en el intervalo de una jornada de trabajo (no sabemos si de albañilería o de herrería). El sol le pega en la cara y eso lo obliga a desviar la mirada hacia el suelo. Son momentos en los que el tiempo se suspende o en los que -como se suele decir- “no pasa nada” pero a partir de ellos podemos deducir que hay algo más acá de lo que estamos viendo, una tristeza contenida que encuentra consuelo de a ratos.
Algunos fragmentos de escenas familiares registradas en Super 8 funcionan como paréntesis y rompen, de manera positiva, la rigurosidad formal de la película. Son secuencias extrañas, en las que el relato en off de Mauro revela un universo interior, articula un vínculo peculiar con su pasado y hace surgir una dimensión onírica: recuerda los consejos del padre y reconstruye sueños oscuros que involucran drogas y todo tipo de malformaciones. Pero nunca sabemos a quién le está contando todo esto: ¿a un psicólogo?, ¿a la novia?, ¿a nosotros?
El grado de precisión se aplica también a un montaje de ritmo perfecto, como si toda la película estuviera asentada sobre los rodillos de la máquina que inventa dinero. El montaje despliega, al mismo tiempo, una subtrama hecha de papeles, tintas y otros objetos que parecen tener vida propia. Todos los billetes se muestran en primer plano pero el que aparece con más claridad, porque vemos el rostro del prócer, es el de veinte pesos. Rosas respira entre las manos de quienes manipulan los billetes e incluso, a partir de un doblado estratégico, cambia de expresión según la perspectiva: “ahora está enojado y ahora contento”, bromea Mauro. Sería forzado establecer una relación directa entre la historia de Mauro y la de uno de los personajes más importantes de la historia argentina. La tensión que se establece entre la figura de Rosas y la geografía donde transcurre Mauro configura, sin embargo, una zona de significados difusos que podrían remitir, como un dato no tan externo, al sugestivo nombre de la productora de la película: Un resentimiento de provincia.
El cine modifica la relación que mantenemos con el mundo. Según el cine que veamos (o que las salas de cine, los festivales, la televisión y los sitios de internet nos permitan ver) nos acostumbraremos a la representación de ciertos lugares, ciertas clases sociales y ciertos cuerpos. Que una película se tome el trabajo de alejarse de las zonas comunes ya es valioso, pero Rosselli va muchos pasos más allá. A través de un registro casi documental propone una redistribución de lo ordinario que nada tiene que ver con el costumbrismo. Su película no es novedosa desde lo formal (eso ya casi no existe) sino la obra de alguien que sabe que el cine no se inventó ayer. Desde esa prematura sabiduría, Hernán Rosselli entrega una de las óperas primas más sólidas del cine argentino en estos últimos años.