Matrix 4: Resurrecciones

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

Matrix Resurrecciones, la pastilla de la solemnidad

El entusiasmo que dispara un comienzo con guiños y metamensajes que recuperan la frescura de la primera Matrix se diluye con el correr del metraje, agobiado por la grandilocuencia.

A más de 20 años del estreno de la primera película, el regreso de una saga como Matrix, tan identificada con el cambio de siglo, no deja de resultar paradójico. Mientras que Matrix (1999) produjo una revolución en la industria del cine y fue percibida culturalmente como un genuino manual de instrucciones para la aún incipiente vida digital, hoy resulta imposible no ver a Matrix Resurrecciones, cuarta entrega del universo creado por Lilly y Lana Wachowski (aunque esta vez solo dirige la última) como un objeto retro.

Lo anterior no representa un juicio de valor, sino apenas la mención de una fatalidad. Algo parecido les pasa a las bandas de rock que se reúnen algunas décadas después de separarse y a las que por lo general les resulta imposible lidiar con el peso de su propia herencia. Lo mismo ocurrió con La Guerra de las Galaxias y los 16 años que separan a El regreso del Jedi (1983) de La amenaza fantasma, que también tuvo su premiere en 1999. Duelo de estrenos en el que la secuela galáctica salió perdiendo, quedando asociada a una nostalgia mal llevada mientras Matrix se convertía en el Aleph de su época. ¡En tu cara, George Lucas!

Pero la historia podría haber sido otra. De hecho, el inicio de Matrix Resurrecciones permite ilusionarse con un recorrido que recuperara la frescura original, apostándole un pleno a lo bueno por conocer en lugar de atarse al cuello la piedra de lo malo y conocido. La película arranca citándose a sí misma, reproduciendo el icónico comienzo de Matrix, en el que el Agente Smith y los suyos persiguen a Trinity (Carrie-Anne Moss). La cosa se complica con una serie de escenas que recuerdan a la enrevesada lógica narrativa de El origen (Christopher Nolan, 2010), haciendo temer lo peor: la conexión Wachowski-Nolan, se verá, está lejos de ser casual.

Enseguida la trama da un giro no exento de humor metadiscursivo, volviendo a enfocarse en la figura de Thomas Anderson (Keanu Reeves), ahora convertido en el exitoso creador de un videojuego llamado “Matrix”. Lejos del héroe que fue, acá el protagonista es un psicótico con tendencias suicidas que se encuentra bajo tratamiento para evitar creer aquello de que la realidad es una simulación, creada por una súper computadora que somete a la humanidad. La autoparodia llega al clímax cuando la empresa para la que trabaja Anderson decide crear una secuela del juego, haciendo que Matrix Resurrecciones pueda reírse un poco de las pretensiones de su propio universo, creando la ilusión de una película que nunca llegará a ser.

Como en el cuento de la rana y el escorpión, la directora no puede evitar su propia naturaleza como narradora y enseguida esa liviandad aparente y disfrutable se desvanece en la misma grandilocuencia que ya había arruinado la trilogía. Es que Matrix Recargado y Matrix Revoluciones (2003) habían aplastado los aciertos de la original con una megalomanía en la que las pretensiones pseudo filosóficas se cruzaban con el new age, para alimentar un discurso al borde de lo mesiánico, características que las volvieron auténticos bodrios. Matrix Resurrecciones también se toma demasiado en serio a sí misma, comiéndose el camelo de que lo importante en el cine es el mensaje, aferrándose de forma fetichista a las fórmulas de las que se atrevió a reírse en aquellos primeros 40 minutos, a esta altura ya perdidos. Parafraseando a Hitchcock, para mensajes mejor Whatsapp.

Es cierto que Wachowski vuelve a usar el mundo Matrix para hablar de su experiencia personal en la construcción de la propia identidad (ella y su hermana transitaron procesos de reasignación de género tras el estreno de la trilogía, filmada cuando aún eran Larry y Andy), dejando pistas que el espectador atento notará enseguida. Por supuesto, eso por sí solo no la hace mejor película. Como en los peores trabajos de Nolan, la solemnidad se vuelve una pulsión que va ahogando los signos vitales de la película a fuerza de escenas de acción sin peso dramático y situaciones que calcan lo que la propia saga ya mostró. No siempre mejor, pero al menos antes.