Matrimonio

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Cuando la crisis tiene muchos puntos de vista

No da la impresión de que haya que recurrir al Ulises de Joyce para narrar 24 horas en la vida de un marido y su mujer en crisis. Sin embargo, así lo han creído el realizador Carlos M. Jaureguialzo y su guionista y coproductora, Marcela Silva y Nasute, en este film que más que a aquel hito de la novela moderna recuerda a los psicodramas de la Recoleta que en los años ’70 filmaba Raúl de la Torre. No es la trama lo que da singularidad al Ulises sino su carácter de parodia de La Odisea, su ruptura de la linealidad y la peripecia, la revulsiva puesta en relación de mito clásico y crasitud cotidiana, la imposición, como modo narrativo de algunos de sus fragmentos más famosos, de lo que dio en llamarse “fluir de la conciencia”. De todo ello, en Matrimonio sobreviven apenas, como restos de un naufragio, dos o tres nombres, un funeral sin mayores resonancias, un par de simultaneidades y un par de monólogos internos, parecería que más por compromiso que por alguna clase de necesidad interna.

“Me voy, Molly”, anuncia a primera hora de la mañana Esteban (Darío Grandinetti) a su esposa (Cecilia Roth), a quien deja en la cama matrimonial, cubierta de sábanas hasta la cabeza. Molly atraviesa una seria depresión, desde hace días que prácticamente no se levanta y ni hablar de componer. Desplazamientos, variaciones: aunque se llame Esteban, como Stephen Dedalus, el personaje de Grandinetti trabaja de publicista y tiene una esposa llamada Molly y una hija Milly, como Leopold Bloom en la novela. La depresión de Molly tiene preocupado a Esteban que, aunque quiere dar con el jingle para un perfume, no lo logra. Qué motiva esa depresión, por dónde pasa la crisis matrimonial, qué les pasa a ambos: poco se sabrá de ello.

La primera parte está contada desde el punto de vista de Esteban; la segunda narra el mismo lapso, y en ocasiones los mismos hechos, desde el de Molly. Simultaneidad que, desde Tarantino, González Iñárritu y otros en adelante, forma parte del equipamiento narrativo del cine contemporáneo. Como todo relato de viajes –aunque sean interiores, como en la obra de Joyce–, Matrimonio está organizada de forma episódica. Pero lo que en Joyce daba lugar a la eventual epifanía, aquí es un simple desfile de personajes –todos ellos reflejos o refracciones de sus antecesores narrativos–, que pasan como máscaras vacías. Trátese de la madre algo reprochona y la hermana embarazada de Esteban, su socio (Manuel Vicente), su psicoanalista (Rafael Spregelburd), una amiga médica que viene a calmar a la hipocondríaca Molly (Andrea Garrote); Milly, hija de ambos, y hasta los mismos protagonistas. Como Graciela Borges en Crónica de una señora (1971) o Heroína (1972), Roth y Grandinetti accionan sus presuntas angustias sin que la cámara, pendiente de encuadrar los señoriales interiores del piso o semipiso matrimonial, pueda ver más allá de la superficie de sus rostros.