Matar al dragón

Crítica de Ezequiel Boetti - Otros Cines

Jimena Monteoliva debutó en la realización de largometrajes con un muy interesante thriller psicológico llamado Clementina (2017), centrado en una mujer que, en la inmensidad de su casa, planea una venganza contra un hombre golpeador. Todo allí era asfixia y encierro, opresión y soledad. Esa perspectiva de género con tintes pesadillescos vuelve a estar presente en Matar al dragón, uno de los estrenos de esta semana.

Los ecos de las fábulas infantiles oscuras –hay algo de versión retorcida de Hansel y Gretel– resuenan en la cabeza frente a una historia cuyos protagonistas son dos hermanos separados desde la infancia. La menor, Elena, queda confinada en una cueva donde lleva una vida miserable junto a un delincuente, mientras que Facundo sigue adelante como puede.

Un tiempo después, cuando Facundo (Guillermo Pfening) ya tiene una familia, reaparece Elena (Justina Bustos) con magullones y heridas por todo el cuerpo. Más allá de las miradas de reojo de la esposa de Facundo, Elena termina viviendo con ellos en el enorme caserón campestre.

No pasa mucho tiempo hasta que las cosas se enrarecen con la aparición de hombres ominosos que parecen seguir la huella de la mujer, aterrando a una familia a priori desconcertada ante el nuevo escenario. Qué ocurrió durante su cautiverio es, en principio, uno de los enigmas centrales que el film irá resolviendo a medida que avance el metraje.

La claridad de la casa y la oscuridad de la cueva confrontan de manera alevosa, convirtiéndose así en una metáfora religiosa algo obvia. Si bien no alcanza el grado de sutileza de Clementina, Matar al dragón encuentra sus principales puntos de interés en una correcta ambientación (la mugre de la cueva se impregna en la piel) y algunos momentos de tensión muy bien ejecutados por Monteoliva, una atendible directora dentro del panorama del cine de género nacional.