Matar a Videla

Crítica de Rosa Gronda - El Litoral

Una fantasía de magnicidio

Aclaremos de entrada que ésta es una película donde hay que dividir aguas entre las intenciones (lo que se pretende y/o declara) versus el resultado y sus efectos. El filme tiene como personaje central a Julián (Diego Mesaglio), un joven hipercrítico y escéptico, que ha tomado una decisión drástica: suicidarse. Mediante su voz en off se van conociendo los pensamientos que lo llevan a esa decisión, al estilo de los personajes románticos extremos (pero sin su misma pasión), que en la literatura han descollado con Dostoievski (o para encontrar un ejemplo mucho más cercano, con nuestro argentinísimo Roberto Arlt). Este antihéroe negativo quiere, antes de concretar su autodestrucción, darle una cuota de sentido a lo que le queda de vida y se fija un plazo. En una semana, renuncia a un trabajo bien remunerado, deja a su bella novia sin mayores explicaciones, visita a su familia y a sus mejores amigos. Paradójicamente, busca confirmar “la ausencia de Dios” en las iglesias donde conoce a un sacerdote progre, al que le confía incertidumbres existenciales y una determinación magnicida: eliminar al ex dictador Videla. Como en el “sindrome de Eróstrato” (el ignoto pastorcito que incendió el templo de Artemisa para adquirir la notoriedad que su existencia no tenía), el protagonista de esta ópera prima del joven realizador Nicolás Capelli, apuesta a dejar un “legado” a la posteridad.

El plano-detalle de un reloj despertador indicará las distintas jornadas no exentas de pesadillas, en el confortable departamento del joven, decorado como la vivienda de un artista. Julián elabora una estrategia escalonada para alcanzar su objetivo: comprará un arma por Internet; hará inteligencia en la casa donde vive Videla y avistará una mucama que no se saca los guantes ni cuando va a la verdulería.

Más allá de la historia sin cerrar de este particular justiciero, la película intenta dejar claro el mensaje de que “el dolor no da derechos”, en una frase que aparece dicha por Estela de Carlotto, referente ético para los integrantes de una generación que en muchos casos engendró simbólicamente a sus predecesores.

Incertezas

Este film apunta a un público joven, desde su música (ver ficha técnica), su protagonista central y su estética de videoclip con chispazos documentales. La cuota de oficio actoral la aportan las breves actuaciones de Juan Leyrado como cura y María Fiorentino, como madre del improvisado magnicida. La falta de convicción en el personaje conductor es su mayor defecto pero ¿es dable esperar otra cosa si en vez de un casting de actores vocacionales de trayectoria seria se buscan carilindos formados en espectáculos televisivos como “Chiquititas”, “Rebelde way” o “Casi ángeles”? (Emilia Attias y Mesaglio provienen de esa cantera).

En el medio de los devaneos de la trama, hay una especie de power-point y tomas documentales de marchas que refieren a lo sucedido durante el período del golpe militar del 24 de marzo de 1976.

La cámara está siempre a la búsqueda de alguna composición estética propia de los filmes publicitarios. Incluso en la toma inicial, la más desagradable, que transcurre en un ambiente sórdido y represivo, la fotografía busca incluir algún juego de composición de líneas geométricas. Esto es también evidente en la despedida de Julián y sus amigos. Allí es manifiesta la pretensión formal de imitar en un plano secuencia, la universal pintura de la última cena, tan de moda a partir de la masividad del Codigo Da Vinci. Pero ni las actuaciones ni los diálogos -más bien monólogos- comunican profundidad y la atención termina desplazándose con rumbo incierto.

Un rotundo problema del guionista y director es la elección de la voz en off para contar el grueso de su historia, sumado a que el audio no es muy legible sobre los diálogos, aunque no ocurre lo mismo con la omnipresente banda sonora que trata de suplir la poca fuerza de las palabras.

Pese a su prometedor título, “Matar a Videla” no alcanza el desarrollo adecuado para sus pretenciosas ideas que no logran salir de la superficialidad más convencional.