Matadero

Crítica de Patricia Kaiser - Otros Cines

¿Es posible que el debate que propone Matadero esté ya superado? En su película, Santiago Fillol ha trasladado a la pantalla algo que lleva años desarrollando en el terreno del pensamiento cinematográfico. Su libro Historias de la desaparición era una investigación sobre el fuera de campo a partir de la obra de cineastas como Jacques Tourneur o David Lynch, y de escritores como Franz Kafka. En sus clases –comparto con Fillol la docencia de una asignatura en la Universidad Pompeu Fabra–, indaga también en este tema, en la tensión entre lo visible y lo invisible, pero sobre todo ahonda en los límites de lo no mostrable. Mataderoretoma todo esto mediante una obra de ficción que contiene en su interior otra película, El matadero, que un cineasta estadounidense quiere rodar en la convulsa Argentina de los años setenta. Del film dentro del film apenas intuimos sus imágenes a través del rostro de Vicenta, una mujer mayor que estuvo en aquel rodaje y que en el tiempo presente permanece en el patio de butacas de un cine para ver aquella película cuya violencia experimentó años atrás.

En Matadero, el horror se escucha, se intuye en un contraplano; como dice a menudo Fillol sobre la mazorca de Santuario de William Faulkner, permanece plegado entre las imágenes y sonidos de la película. De nuevo: ¿es este un debate superado? ¿O quizá sea necesario volver de nuevo a plantear dónde están los límites de lo que se puede mostrar? ¿Acaso Matadero no tiene una raíz en lo contemporáneo, en su mirada crítica sobre un cine que todavía se plantea cómo abordar la verdad? El nuevo trabajo del codirector de Ich bin Enric Marco indaga así en los límites de lo representable, pero hay en ella otros límites, los de la producción. Deudora de la serie B en el plano estético y argumental, en Matadero el dinero es algo concreto, que determina no solo las distintas clases sociales sino el propio devenir del rodaje en el que los protagonistas se encuentran inmersos. En todo caso, cabe apuntar que todo este poso teórico no convierte la película en una obra opaca, entre otras cosas, porque Fillol juega la carta del cine de género. Vicenta, la protagonista, aparece en la trama ambientada en el pasado como una joven impulsada por el deseo de rodar algo diferente, ajeno al “cine costumbrista” predominante en la Argentina de la época. Y el propio Fillol se aleja de los mimbres del cine abiertamente político. Es más, la premisa de Matadero se asemeja sobre todo a la de Cigarette Burns, aquel episodio de John Carpenter para la serie Masters of Horror sobre una película perdida, rodeada de misterio y violencia.

En Matadero hay una voluntad de pensar en tiempos que se solapan: la actualidad, la Argentina de los años setenta y la de mediados del siglo XIX. Todo comienza en la actualidad, cuando Vicenta se dispone a ver aquella película que nunca nadie antes vio por la crueldad (y la verdad) de sus imágenes, sobre la rebelión de los trabajadores de un matadero ante sus patrones. El grueso de la película discurre en los años setenta, durante el rodaje de aquel film maldito y en un momento de represión. Y de fondo resuenan los ecos de El matadero, el cuento de Esteban Echeverría de 1938, que la película dentro de la película está adaptando. A partir de esta amalgama de tiempos, Matadero expone una serie de tensiones: entre el forastero y los locales, entre un cineasta y un grupo teatral formado por jóvenes revolucionarios, que tienen además sus propias contradicciones: ellos quieren luchar por los derechos de las clases más desfavorecidas, pero no pueden evitar ostentar sus privilegios. Hay dos escenas que evidencian esta tirantez. La primera se da cuando uno de los trabajadores quiere dormir en el cobertizo con el grupo de teatro, chicos de buena familia que le niegan la entrada al lugar aduciendo que es “para los actores”. El joven (Gustavo Javier Rodríguez), enjuto y de ojos saltones, responde que él también actúa y pone así en jaque el supuesto espíritu revolucionario del grupo. En otro momento, están rodando una escena en la que los jornaleros se paran encima de una mesa, amenazan a los dueños de la estancia y finalmente se les mean encima. Alentado por el director de la película, el chico de ojos saltones se orina realmente sobre una de las actrices. Cuando ella le acusa, él sonríe, pícaro, orgulloso quizá de haber otorgado algo de verdad a su actuación.

He aquí otra tensión, entre la pulsión más teórica de la película y la más sensorial. “Las vacas mueren de verdad. La sangre es de verdad”, dice al comienzo de la película el director Jared Reed. Matadero se interroga sobre cómo el cine puede aprehender lo verdadero. Reed se empeña en que las tensiones de la pantalla sean reales, en que el orín y la sangre sean de verdad… y así hasta llegar al final. Ahora bien, como decía, Matadero no se maneja únicamente en el terreno de lo teórico. Los primeros planos de aquel chico, que para el director Reed podría ser una suerte de ragazzi di vita, devienen los momentos más sublimes de la película. En una escena, el joven, parado a la salida de la estancia, está iluminado por el sol, y sus ojos parecen faros, grandes y luminosos. De repente, nos viene a la memoria otra imagen: la de Yo anduve con un zombi, de Jacques Tourneur, genio indiscutible de ese fuera de campo sobre el que Fillol ha escrito y sobre el que ahora piensa a través de las imágenes.