Más allá de la vida

Crítica de Martín Stefanelli - ¡Esto es un bingo!

El más acá

Ya hace tiempo que Clint Eastwood es un director que vive dentro del canon cinematográfico. De unos años hasta acá, ese reconocimiento con poca disidencia le dejó costearse producciones que no se hubiera permitido en otros momentos. Esa puerta que se abrió a fuerza del trabajo exhaustivo sobre sus personajes, sobre historias particulares que daban cuenta de un mundo entero, lo llevó a lugares insospechados (como la reciente Invictus o el díptico La conquista del honor-Cartas desde Iwo Jima) donde la H de historia se escribía con mayúscula. En Más allá de la vida, que cuenta con la producción ejecutiva de Steven Spielberg, se podía esperar que Eastwood volviera a ofrecernos un modelo del mundo desde el todo, pero como si quisiera desembarazarse de toda esa responsabilidad, apenas empieza la película se gasta toda la plata en la escena inesperada del tsunami. Luego de eso, luego de jugar en los terrenos de Spielberg y lograr una ola gigante que arrastra todo a su paso, con una autenticidad a la que los genios de los efectos especiales ni se asoman, vuelve a las verdades que le ofrece el trabajo de orfebre que hizo con sus personajes en películas como Los imperdonables o Un mundo perfecto.

En Más allá de la vida toda referencia a “temas importantes” ?como los desastres naturales, la crisis económica de Estados Unidos o el terrorismo en las ciudades europeas? funciona de manera lateral, atraviesan a los personajes sin determinarlos. Y si a eso que hay después de la muerte, que está presente desde el título, también se lo concibe como a uno de esos temas trascendentes, hay que decir que a Eastwood tampoco le interesa más que para mostrar la acción y los sentimientos de los que seguimos acá en la Tierra. Por eso las pequeñas escenas que visitan ese lugar secreto duran apenas unos segundos y se parecen a los relatos populares de la muerte, más conocidos por estos pagos como el viaje de Victor Sueiro ?no parece casual que su primer libro, publicado en 1990, gran éxito de ventas en Argentina y en varios países de América, se titule igual que esta película.

George Lonegan (Matt Damon) es un obrero americano que puede contactarse con los difuntos, algo que siente más como un castigo que como un don; Marie Lelay (Cécile De France) es una periodista francesa que permanece sin vida durante algunos segundos y eso cambia toda su perspectiva; Marcus es una suerte de Oliver Twist que pierde a su hermano gemelo y necesita volver a comunicarse con él para seguir adelante. Los tres protagonistas, en diferentes partes del mundo, están conectados por un saber velado al resto de los mortales. Pero si esta película se acerca a un relato coral (cosa que desprecio con pasión), el oficio y la mano artesana de Eastwood, más el guión sin fisuras de Peter Morgan, se encargan de borrar cualquier huella que la vincule a ese tipo de cine. Con la magia y los trucos que sólo puede desplegar el último de los grandes directores clásicos, las tres historias funcionan como una sola. Y las únicas verdades que se plantean son las que atraviesan las búsquedas que llevan a cabo los personajes, con un grado de sobriedad en su forma narrativa que logra que cualquier cosa que muestra, por más terrible que sea, esquive el golpe bajo o la conmiseración barata.

Si hay alguien que está lejos de la muerte, ése es el viejo Clint, que a los ochenta años nos entrega un regalo tras otro, con algún desliz cada tanto pero siempre cuesta arriba, con la fuerza de un joven recién iniciado y la experiencia de quien lleva décadas en el oficio de hacer cine. La siguiente parece una parada difícil: la vida de J. Edgar Hoover es la de esos hombre que quieren abarcarlo todo, casi un opuesto al obrero de Matt Damon que le escapa a la vida pública pero tampoco un Mandela, ya saben, el chico se ponía vestidos. Dentro de un año veremos cómo sale parado Eastwood esta vez.