Más allá de la vida

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Una celebración del “más acá”

“El Chinolope había logrado fotografiar la muerte. La muerte estaba allí: no en el muerto, ni en el matador. La muerte estaba en la cara del barbero que la vio”, escribió Eduardo Galeano en “El libro de los abrazos”.

Parece una obviedad, pero el registro de la muerte es patrimonio de los vivos, ya que no es habitual que los muertos digan lo suyo... al menos oficialmente. Y los vivos se interesan por lo ultraterreno ante la pérdida de un ser querido, o ante una experiencia cercana a la muerte.

“Más allá de la vida” sigue la historia de tres personajes: Marie LeLay, una periodista que estuvo brevemente muerta durante el tsunami del océano Índico y comenzó a interesarse por lo que había entrevisto en ese momento, iniciando una investigación personal; George Lonegan, un medium natural estadounidense que no quiere ejercitar su don, al que considera una maldición que le impide el desarrollo de una vida normal; y Marcus, un niño británico que tras perder a su admirado gemelo en un accidente y ser separado de su madre drogadicta por los servicios sociales comienza un peregrinar por el mundo de la espiritualidad en busca de una línea directa al más allá.

Diferentes circunstancias (y sus particulares viajes interiores y físicos de maduración) llevarán a los personajes fuera de su cotidianeidad y acercarán sus historias, hasta llegar a un clímax donde la vida pueda celebrarse por encima de la adversidad.

Experiencia múltiple

Clint Eastwood es un director peculiar: el cowboy spaghetti de “Por un puñado de dólares” y “El bueno, el malo y el feo”, el paradigma de la justicia personal en “Harry, el sucio”, se convirtió un buen día en un director lleno de buen gusto e inclinación por historias llenas de experiencias cruciales, donde el coraje, el honor trágico y la determinación son puestos en juego.

Parió así una filmografía que tuvo en esta década una saga gloriosa, conformada nada más y nada menos que por “Río místico”, “Million Dollar Baby”, el díptico sobre Iwo Jima (“La conquista del honor” y “Cartas desde Iwo Jima”), “El sustituto”, “Gran Torino” e “Invictus”.

Eastwood se juega aquí con un filme diferente, diverso en sí mismo, coral, lleno de la crudeza de sus obras anteriores pero luminoso según crece el relato, con lo que podría ser un happy ending. Pasa del tsunami filmado a la Roland Emmerich, con un explosivo despliegue de efectos (y mostrando en la gran perspectiva, “como al pasar”, cómo éste o aquel sujeto son arrollados por la fuerza de la naturaleza), a un final de película europea, apoyado en la actuación de sus intérpretes y en la fuerza de sus rostros en la pantalla.

Para esto, se asoció al guionista Peter Morgan (autor de “El último rey de Escocia”, “La reina” y “Frost/Nixon - La entrevista del escándalo”), quien despliega un relato múltiple, al estilo de “Babel” (o de la nunca bien ponderada “El grito 2”, lucida en su construcción), aunque aquí las tres historias avanzan casi paralelas, para así desembocar en un espacio y tiempo determinado, con bastante naturalidad.

Quizás fueron los años de western los que le enseñaron a Eastwood la importancia del entorno y del paisaje en la determinación de los personajes. Y así los muestra con belleza, desde las barracas de San Francisco a la clínica en los Alpes, pasando por capitales de postal como París y Londres. Alguien podría intuir cierta mímesis estética: por momentos parece que la historia de George luce como una película americana, mientras que las otras dos podrían ser sendos filmes europeos.

El director es nuevamente el compositor de la banda sonora, que entre lo clásico y lo jazzístico aporta un encanto que trasciende el mero acompañamiento: especialmente en el tramo final de la historia.

Dueños de la pantalla

Como se decía, una de las mejores herramientas en acción es el elenco. Matt Damon (estrella de la anterior película del viejo Clint, “Invictus”) es, como Leonardo DiCaprio, uno de esos actores que Hollywood adoptó por carilindos pero que demostraron que tenían pasta. Aquí se mueve entre la gravedad de quien sabe demasiado y cierto vuelo humorístico en su relación con el niño, haciendo crecer su personaje conforme avanza el relato.

Cécile de France luce con el mismo esplendor que en “Lo mejor de nuestras vidas”, su más célebre filme. Su sola presencia y su sonrisa (rara en la mayor parte del metraje) ilumina la pantalla, demostrando que pertenece como Emmanuelle Béart a la tradición de las divas francesas (aunque a pesar de esto, y de su apellido, Cécile es belga).

Un párrafo aparte merecen los gemelos Frankie y George McLaren en su doble e intercambiado rol entre Marcus y Jason. Desde el trabajo a dúo, cuidando de su madre, hasta la búsqueda de Marcus por un contacto con su hermano, construyen a unos personajes alejados de la inocencia que se asocia a la infancia.

Entre los secundarios, se destaca Lyndsey Marshal como Jackie, la madre de los gemelos (casi un personaje de Irvine Welsh, el autor de “Trainspotting” y “La casa del ácido”); y por supuesto Bryce Dallas Howard, a quien no le cuesta demostrar que sigue siendo una de las mejores cosas que hizo el oscarizado “Colorado” Ron Howard.

Ellos consolidan un relato que, más allá de explorar las orillas de la afterlife, busca destacar la importancia de la vida, el aquí y ahora y las personas que lo componen.