Más allá de la vida

Crítica de Gabriela Mársico - CineramaPlus+

Medianoche en el jardín del bien y del mal

Dickens por un lado, Eastwood por otro, hacen universal lo más particular de un hombre: su propio destino.

Acabamos de sentarnos sobre una cómoda butaca, y esperamos ser entretenidos por una buena historia contada por un gran director. Sin embargo, a los pocos minutos, nuestra tranquilidad se ve alterada, vemos avanzar hacia nosotros una ola inmensa que va creciendo con fuerza extraordinaria hasta alcanzar la altura justa para arrasar con todo lo que le salga a su paso: hombres, mujeres y niños, tanto así como casas y autos.

Es un tsunami. Ocurre en Tailandia, es diciembre de 2004, pero afortunadamente para nosotros, los espectadores, no estamos en la playa. Sino en una sala de cine. Y nos alivia pensar que no seremos arrastrados ni devorados por el mar. Como sí lo es, en este filme, Hereafter o Más allá de la vida, Marie Lelay (Cécile de France) que es sumergida y ahogada por la fuerza devastadora de las aguas. Marie experimenta la muerte o entra en una zona fronteriza entre vida y muerte de la que logra volver...

Así comienza el filme del ya octogenario Clint Eastwood que, con guión de Peter Morgan, consigue no sólo una de las mejores escenas del cine catástrofe -aunque Más allá de la vida no pertenezca a ese género- sino que logra hacernos entrar por un instante a esa zona oscura, secreta y siempre elusiva de misterio que se cierne en torno a la muerte, a la pérdida y al dolor que experimentamos los que quedamos vivos.

Porque en definitiva el filme no sólo aborda la no tan ineludible muerte, y la pérdida irreparable de los seres queridos, sino de los intentos de los vivos por hacer contacto de un modo u otro con los muertos, y mitigar así, en alguna medida, todo el dolor que conlleva aceptar su ausencia.

Grandes Esperanzas

A George Lonegan (Matt Damon, más talentoso y hermoso que nunca ) le ha pasado lo mismo que a Marie. Pero, a cientos de kilómetros, y hace ya muchísimos años.

La distancia temporo-espacial en el filme es lo de menos como ya se verá. George siendo niño sufrió un accidente que lo dejó en esa misma zona fronteriza entre vida y muerte en la que también estuvo Marie.

A George lo dieron por muerto, pero al igual que Marie, George volvió no sin que ese estado hiciera mella en su salud mental. Le diagnosticaron esquizofrenia pasiva. Los psiquiatras deciden, en aquel entonces, suprimir con medicación no sólo sus alucinaciones, sino además el dolor. George deja el tratamiento, y opta por el dolor, por la vida. En esta elección descubre un don: cómo logra comunicarse con los muertos, con sólo tomar la mano del familiar que desea hacer contacto con el recientemente fallecido.
Sin embargo, después de transcurrido un tiempo, cuando se da cuenta de que su conexión con la vida sólo pasa a través de la muerte, George decidirá abandonar su redituable profesión de psíquico y dedicarse a trabajar como obrero en una planta de la que más tarde será despedido...

Historia de dos ciudades

En Londres, los gemelos Marcus y Jason (Frankie/George McLaren) sufrirán una traumática separación. Jason perderá la vida al ser atropellado en plena calle de vuelta de un mandado que su madre le había encargado a Marcus que, ya sin la presencia de su hermano Jason, se hundirá en la más negra desesperación por volver a contactar con él, su alma gemela. Separado de su madre alcohólica, y enviado a un hogar para huérfanos, Marcus se escapa con trescientas libras para visitar a todo psíquico que se le cruce en su camino.

En este punto de convergencia, en el que la desdicha, y la necesidad de encuentro y de contacto, y no sólo con los muertos, sino más bien consigo mismos, que experimentan los tres personajes: George, Marie y Marcus, es donde el fino hilo de la trama parece debilitarse, quizá porque el que lo maneja, Eastwood, haya tirado con demasiado entusiasmo, o bien porque ya a sus ochenta, menos combativo, pero mucho más sabio confíe en la fuerza todopoderosa del azar, o en este caso, del destino...

De todas maneras, la riqueza de los personajes, su mundo interior, la voluntad de encontrarse consigo mismos, se impone a los vaivenes siempre caprichosos del azar y compensa el encastre algo forzado tanto en el espacio -Paris, Londres, San Francisco- como en el tiempo, los tres personajes coinciden en la feria del libro que se lleva a cabo en Londres.

Marcus es la personificación más acabada de la niñez desamparada, esa orfandad que Dickens, como quizás ningún otro escritor, ha conseguido plasmar en casi todas sus novelas, pero muy en especial, con la ya clásica David Copperfield, a la que Eastwood recurre para acunar las largas y solitarias noches de su héroe George.

Parecería que Eastwood no utilizó la pluma de Dickens para rendirle un homenaje, sino que, por el contrario, recurrió a algunas líneas de sus historias (David Copperfield, La pequeña Dorrit, Cuento de navidad) como una fuente de inspiración, valiéndose del melodrama (género por demás bastardeado, si los hay) y que Dickens redefinió para siempre recortándolo contra los movimientos sociales de una pavorosa Inglaterra industrial, para contarnos una historia de lineamientos simples pero absolutamente reveladores sobre la naturaleza humana.

Million dollar baby

Marie descubre, durante una licencia que se ha tomado a instancias de su novio-productor para recuperarse del shock, que ha sido reemplazada en su puesto de trabajo como periodista de un noticiero por otra mujer que también ha tomado su lugar en la vida íntima de su novio, y en los afiches que se despliegan sobre las fachadas del exclusivo barrio parisino.

Al ser desplazada dentro de la empresa a Marie se la contrata para escribir un libro sobre el ex presidente francés F. Mitterrand, sin embargo después de haber visitado el umbral de la muerte decide escribir sobre un tema algo más alentador: su experiencia de haber estado muerta. Se pone en contacto con una especialista en el tema, y se dedica a la escritura del libro.

Mientras tanto, George decide a instancias de su hermano volver a su antiguo trabajo de psíquico, y recaudar fondos, por otro lado, a raudales, leyendo los mensajes que los muertos dejan a los vivos. Pero, a último momento, maldecirá y renegará de su tan redituable talento con el fin de escapar de su presente tomándose unas merecidas vacaciones con la indemnización del retiro voluntario, para irse de San Francisco a Londres sin escalas a visitar la casa en la que vivió su admirado Dickens...

Tiempos difíciles

En el viejo melodrama el villano era un hombre malvado que se relamía retocándose el bigote ante sus víctimas. En el melodrama posmoderno, el villano es el mal que se esconde dentro de las nuevas instituciones (corporaciones, cadenas de televisión, fábricas, terrorismo) que se relamen ante la incertidumbre y el miedo que provocan en sus nuevas y siempre desprevenidas víctimas: empleados y obreros, en fin, ciudadanos en general.

Ante este panorama desolador, Eastwood, como Dickens hace bastante más de un siglo, utiliza los mecanismos propios del melodrama (situaciones extremas, tragedias personales, coincidencias imposibles) para redescubrir que es lo más importante en la vida: claro, la vida misma, enfrentándonos a nuestros propios miedos, necesidades, esperanzas...O para que nos demos cuenta de que para sentirnos satisfechos no tenemos que ir en busca de algo que se encuentre fuera de nosotros mismos...

Henry James dijo de Dickens que tenía un ojo militar, haciendo referencia al riguroso poder de observación del gran escritor británico. Lo mismo podría decirse de Eastwood, quién no sólo posee ese mismo ojo que con el correr de los años no la ha perdido sino que lo ha venido agudizando. Prueba de ello: Invictus y Gran Torino.

Con Hereafter Eastwood nos hace reflexionar sobre la posibilidad de que en algún momento de nuestras vidas una desgracia pueda lanzarse sobre nosotros con la fuerza devastadora de un tsunami, de un bombardeo, de un accidente automovilístico o de una despiadada política laboral de despidos y de retiros voluntarios, y que con furia aniquiladora logre derribar tanto a edificios como a personas, dejándonos abatidos, y reducidos a la desvalidez de un huérfano...

Tras la apariencia de dramedia (léase drama más tragedia) se esconde un melodrama catártico, cumpliendo así la función más importante de purga y purificación que tiene la tragedia y todos sus subgéneros desde Aristóteles hasta la fecha. Por esa razón, desde nuestras cómodas butacas experimentamos la misma pérdida que sufrieron los personajes, pero también, la recuperación, y el renacimiento a través del encuentro consigo mismos. O acaso la Marie que flotaba sumergida dentro de las aguas es la misma que le da la espalda al irresistible glamour de la exposición mediática. O quién es ese otro George que logra escapar a tiempo de la explotación de su talento y de la vacuidad del éxito económico...

Sí no es fácil darle la espalda a presencias tan seductoras como la fama, el éxito o el dinero. Tal vez haya sido necesario haber pasado por la muerte, o volver de ella, para lograrlo. Las estrategias del mal son cada vez más deslumbrantes y seductoras, y justamente por eso, más difíciles de detectar. Se agazapan junto a la codicia y a la mezquindad de ciertas estructuras de poder (materializadas en corporaciones, fábricas o cadenas de televisión) que, como Dráculas posmodernos, seguirán vampirizando nuevas víctimas de renovadas generaciones. Omniscientes y todopoderosas resultan tan indestructibles que a pesar de los tsunamis y ataques terroristas siempre saldrán indemnes y permanecerán intactas...

Jinetes del espacio

Dickens por un lado, Eastwood por otro, hacen universal lo más particular de un hombre: su propio destino. Y nos hacen recorrer el intrincado y arduo camino que nos lleva a construirlo.

Dickens supo cómo hacerse un destino de hombre particular para convertirse en un escritor universal, Eastwood, dentro del cine, también. Hace rato ya ha logrado trascender lo estrictamente americano para convertirse en un director universal.

Quizás porque ambos hayan conseguido crear poéticamente un lugar soñado, un universo luminoso y a la vez sombrío que de ningún modo es reflejo del mundo real, sino un espacio de vitalidad inextinguible, sin límites precisos, donde no existe la ley de gravedad. Un lugar que sólo existe en la mente, donde la imaginación se impone y la fantasía logra vencer a la muerte...