María y el Araña

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

Un drama en pequeñas pinceladas

“Cada hora, 228 niños/as padecen de explotación sexual en América latina y el Caribe. En la Argentina, el embarazo adolescente es una de las principales causas de deserción escolar.” Los datos son aportados por María Victoria Menis en la gacetilla de prensa de su quinto largometraje, iluminando algunos de los tópicos que lo atraviesan. La realizadora de El cielito y La cámara oscura echa raíces entonces en el drama realista y construye la historia del film a partir de la sensibilidad social y la preocupación por temas dolorosamente actuales. Pero María y el Araña no es un documental o un reporte televisivo; por el contrario, otro de sus pilares es cierto ideal contemporáneo basado en la construcción de universos cinematográficos de trazos mínimos, donde los silencios y sobreentendidos son tan importantes como la información brindada por las imágenes y diálogos.

María, la protagonista, no es precisamente una chica parlanchina, y atraviesa su último año de educación primaria con un semblante distante y tristón. Al terminar su jornada de estudio, la muchacha se quita el delantal blanco y se sumerge en el submundo de la línea D de subterráneos, una cifra más del trabajo infantil callejero. Allí conoce a el Araña, compañero de rubro que, disfrazado con una remera del famoso superhéroe, anda revoleando pelotas de goma cual malabarista de ocasión. Al caer la tarde, María se vuelve para sus pagos, una casilla en una villa de emergencia (la película fue rodada en parte en la villa Rodrigo Bueno, puerta trasera del paquete Puerto Madero). Allí viven también su abuela (la uruguaya Mirella Pascual, la Marta de Whisky) y su pareja, un hombre taciturno y algo ominoso. Con ese planteo, Menis va desarrollando el drama con pequeñas pinceladas, logrando en gran medida que el espectador se sumerja en la vida cotidiana de ese personaje frágil y, en más de un sentido, heroico.

El timbre en alguna marcación actoral o el énfasis en una sordidez atemperada le restan al film potencia y verdad en ciertos pasajes, como si la búsqueda de impacto desnudara una esencia artificial en las imágenes y las situaciones. A medida que la narración avanza y algunos de sus “secretos” comienzan a ser develados, Menis abandona en parte la delicadeza y se deja seducir por el canto de sirena del melodrama, pero sin entregarse por completo a él. Ese “tira y afloja” entre dos tonos de calidad opuesta –evidente, por ejemplo, en la escena donde una murga practica en las calles de la villa o en la última escena de la película– no termina de equilibrarse y genera una suerte de desfasaje que atenta contra los logros del film. El rostro de Florencia Salas, la chica debutante que interpreta a María, es uno de ellos: en sus ojos usualmente resignados, en los escasos momentos donde se dibuja una sonrisa en sus labios, en su pequeño cuerpo acostumbrado a llevar más de una pesada carga, María y el Araña encuentra un fiel reflejo de ciertas realidades sin que sean necesarias las palabras o los subrayados.