Mandarinas

Crítica de Carolina Taffoni - La Capital

Enemigos íntimos

“Mandarinas” llegó a la cartelera local con mucho retraso. Esta película procedente de Estonia estuvo nominada a los Oscar como mejor filme extranjero en 2015, en la misma terna que “Relatos salvajes”, y su historia se sitúa en una geografía muy lejana. Sus personajes se ubican en las montañas del Cáucaso, a comienzos de los 90, después de la desintegración de la URSS. Allí estalla una guerra entre Georgia y Abjasia, y los estonios, que habían vivido en esas tierras por más de un siglo, deciden volver a su país natal. Los únicos que quedan en esos pueblos casi desiertos son Ivo, un viejo carpintero, y Marcus, un vecino que cultiva mandarinas. Pero la guerra se viene encima y un día, a metros de sus casas, se produce un enfrentamiento que deja muertos y heridos. Ivo y Marcus deciden rescatar a los dos heridos, que se instalan en la casa de Ivo y que resultan ser acérrimos enemigos: uno es un mercenario que lucha para los chechenos (musulmán) y el otro es un georgiano cristiano. El director Zaza Urushadze se mete en esa casa rural para mostrar cómo es la vida cotidiana en medio de una guerra, y refleja las tensiones del conflicto en medio de cuatro paredes. Los enemigos logran convivir bajo el mismo techo entre insultos y amenazas, que son cortadas de plano por el espíritu conciliador del dueño de casa, que dice todo sólo con la mirada. Con la muerte a la vuelta de la esquina, los personajes de “Mandarinas” se expresan con pequeños gestos y diálogos concisos. No hace falta decir mucho cuando lo urgente es sobrevivir. Tal vez el mensaje pacifista que cruza la película resulte algo simplista, pero en la figura de su protagonista, en su mirada serena, la película encuentra una gran excusa para hacernos creer que es posible cerrar las heridas.