Manchester junto al mar

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

En tiempos de un cine hollywoodense pasteurizado, amoldado a un público familiar sea cual fuere el tema que aborde, el primer mérito de Manchester junto al mar es ser una ficción con adultos sufriendo conflictos del mundo adulto. De hecho, comienza mostrando a su protagonista trabajando, y no de una manera particularmente glamorosa: Lee (Casey Affleck) es portero de varios edificios, soluciona como puede los problemas que le presentan distintos vecinos y no oculta la inquietud de no estar ganando suficiente dinero. Tampoco se lo ve muy cordial ni sociable, a diferencia de tantos personajes que suelen ganarse la simpatía inmediata del espectador. Esa hostilidad tiene su razón de ser, sin embargo, y responde a su historia personal, que el film irá desplegando sin ostentaciones.
No conviene adelantar por qué Lee anda por la vida con más de una cruz a cuestas, ya que el interés de este drama dirigido por el dramaturgo y realizador estadounidense Kenneth Lonergan (1962, Nueva York, con dos películas anteriores que no tuvieron estreno comercial en cines argentinos) pasa, en buena medida, por la dosificada manera con la que van asomando las piezas del rompecabezas. Lee sube el ascensor junto a un médico, o mira distraídamente por la ventana mientras le habla su abogado, y los recuerdos surgen, sin guiños musicales o efectos que fraccionen de manera tajante presente y pasado. De a poco vamos conociéndolo, comprendiéndolo, compadeciéndolo.
Aunque se lo ve solitario, hay (o hubo) familiares con quienes generar un circuito cerrado de ocasionales alegrías, sostén emocional, dudas, culpas y convivencia con dificultades. Está la joven esposa, molesta por cierta inmadurez de Lee, hasta que un trágico hecho imprevisto la da vuelta por completo (Michelle Williams, esposa sufrida también en Secreto en la montaña y Blue Valentine). Está el hermano confiable, de quien recibirá ayuda y a quien auxiliará también, según las circunstancias de la vida (Kyle Chandler, el marido de Cate Blanchett en Carol). Y también los pequeños hijos, un impaciente sobrino adolescente, una ex cuñada algo inestable, y varios amigos. Los días de este grupo humano alternan apacibles jornadas de pesca y momentos de intimidad familiar con otros de preocupación en pasillos de hospital y comisarías. El marco: la ciudad nevada, con sus blancos veleros meciéndose al viento.
Algo de esa opacidad, de esa pasividad (del ámbito geográfico y de la personalidad de Lee) se transmiten a la realización. Planos fijos de los melancólicos parajes son casi el único medio, en términos visuales, al que echa mano el director para plasmar su historia, demasiado dependiente de los diálogos –a veces ásperos– y el desempeño de sus actores.
Lo destacable, en todo caso, es su contención dramática: están resueltas de manera muy sobria, por ejemplo, las secuencias en las que a Lee y a su sobrino se les comunica la muerte del mismo familiar, con las personas que los rodean sobrellevando el nerviosismo lo mejor posible. Escasos gestos, algún abrazo, ningún subrayado. Esa discreción hace que no parezca efectista una repentina reacción de Lee, con la intervención de un arma: la película no sería la misma sin ese desesperado estallido, por el cual el protagonista demuestra que su dolor y su culpa son ciertas, que lo suyo no es frialdad sino angustia ahogada, que padece más de lo que podría pensarse. Es el único fragmento del film en el que la música subraya los sentimientos. El efecto en el espectador es razonablemente demoledor.
Puede discutirse si el dramatismo sosegado de Manchester junto al mar y su estilo casi anacrónico (no hay cámara en mano, ni planos detalle con criterio publicitario, ni montaje paralelo que desvíe el drama hacia el suspenso) son méritos suficientes para cosechar tantos reconocimientos, incluyendo varias nominaciones al Oscar. Probablemente, su valor dependa más de sus resonancias psicológicas y su eficacia como reflexión sobre el modo en que los seres humanos estamos obligados a convivir con la tristeza y a relacionarnos con la muerte.
Un aporte indudable a esos fines es el desenvolvimiento general de los intérpretes, exceptuando la inestable credibilidad de Lucas Hedges (el sobrino que forzosamente saca al protagonista de su cómodo letargo) y sobresaliendo la delicadeza del trabajo de Casey Affleck. A diferencia del tipo de actuaciones que suelen ser reconocidas por la industria del cine –en las que valen las transformaciones físicas y los disfraces–, Affleck hace que cobre vida su Lee apelando a mínimos recursos. El deambular cansino, cierto desaliño, sus expresiones de abatimiento o enojo, sus vacilaciones al hablar, delinean la necesidad permanente de su personaje de procurar reprimir y, al mismo tiempo, soltar su tristeza.