Mamá, Mamá, Mamá

Crítica de Gabriela Mársico - CineramaPlus+

Sol Berruezo Pichon-Riviere, la directora del filme, apenas tenía 21 cuando ganó el concurso de óperas primas del INCAA. La historia que cuenta está interpretada y realizada íntegramente por un equipo de mujeres. A manera de rito de pasaje, la narración girará en torno a Cleo (Agustina Milstein) que acaba de perder a su hermana, y que pasará de púber a adolescente durante el transcurso del duelo…

MAMÁ

Bosque, jardín, árboles, plantas, flores, pasto y agua, cantidades siderales de agua, conforman el ecosistema en donde se desplegará la historia a partir de la muerte de Erin, la niña ahogada dentro de una pileta que aparecerá en la escena con la que se abrirá el filme. La atmósfera contemplativa irá dando paso a una atmósfera algo enrarecida, más íntima, dentro del ámbito familiar, dentro de la casa habitada por niñas y mujeres, cuyos gestos, actos y voces irán entretejiendo el relato.

Cleo, hermana de Erin, transitará la lenta espiral del duelo, las horas parecen dilatarse en un interminable día de verano, entre el calor, la orden de mantenerse lejos del agua, la complicidad de sus primas, una de ellas esconderá el diario íntimo de Erin en lo alto de la copa de un árbol, y hasta la preparación de un inusitado ritual, el funeral de los bebitos muertos, que no sólo configura un claro rito de pasaje, de niña a mujer, sino que además introducirá el tema, que se hará cada vez más recurrente, de las niñas muertas.

Su prima le explicará el cambio que se produjo en su cuerpo, Cleo se hace mujer con su primera menstruación, y entonces su prima intentará para tranquilizarla graficar su menarca con un ejemplo imbuido de una lógica mágico-científica, son como bebés que no pueden venir al mundo entonces mueren y caen.

Las imágenes evocativas de la niñez y de la adolescencia, a través de la irrupción mágica de un conejo en el jardín, el vaivén del subibaja, los juegos de cartas, las canciones y los bailes, terminan de completar una narración que discurre en la espera de la madre ausente, que seguirá emocionalmente ausente, por razones obvias, una vez llegada a la casa.

La escena de los peluches arrojados de un jardín a otro por Ángela, amiga de Erin, buscándola para jugar, hará que la madre vuelva a colapsar una vez más, con la presencia de fondo y siempre inquietante de un par de jóvenes trabajando en el jardín separados del universo femenino por una lona negra.

La llegada de una niña paraguaya, Aylín, de diez años, junto con su madre, Karen, que viene a ayudar a la madre de Cleo con las tareas domésticas, pondrá en funcionamiento la memoria de las niñas, como si se tratara de un juego prohibido, y al mismo tiempo, aterrador y fascinante, la evocación de niñas desaparecidas.

Aylín relata una historia entre sórdida y escalofriante ocurrida en Paraguay que se replicará en Argentina. Una niña desaparece raptada por el chofer de un autobús escolar. Como prueba de tal suceso les muestra una nota escrita que ha dejado esa misma niña desaparecida, que a la vez coincide casi al mismo tiempo con la desaparición de otra niña, pero argentina, en circunstancias prácticamente idénticas.

Esta historia dará paso a una serie de otras historias que formarán eslabones de una cadena de niñas desaparecidas que fueron raptadas. Uno de esos relatos dejará flotando el caso policial paradigmático argentino de una madre buscando a su hija, cuyo nombre había sido escrito en la puerta de un baño.

La escapada de las niñas al bosque, la aventura que implica perderse dentro de esa frondosidad para luego encontrarse, como ocurre con la búsqueda de Aylín, aparentemente perdida en medio del bosque junto a Leoncia, Nerina y Manu, rescatadas justo a tiempo, nos hace pensar en el filme como en una especie de recuperación simbólica de todas aquellas niñas perdidas en el camino, ahogadas, raptadas o robadas, cuya memoria aún sigue envuelta en el misterio de su desaparición.