Maligno

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Erradicando el cáncer

Maligno (Malignant, 2021), el regreso de James Wan a la dirección de películas de terror, resulta una sorpresa porque en una época en la que prácticamente todo el mundo -incluido él mismo- se dedica a franquicias y remakes, el australiano de ascendencia malaya vuelve a demostrar que por lo menos en lo que atañe a su faceta de realizador aún busca abrir el terreno en términos artísticos y probar formatos hasta este momento no trabajados por el señor. Dicho de otro modo, Wan puede entretenerse en su rol de productor con cuatro sagas muy redituables en simultáneo, hablamos de los superhéroes de DC en línea con Aquaman (2018) y las series de epopeyas del espanto desencadenadas por El Juego del Miedo (Saw, 2004), La Noche del Demonio (Insidious, 2010) y El Conjuro (The Conjuring, 2013), sin embargo Maligno no tiene nada que ver ni con el porno de torturas de El Juego del Miedo ni con el suspenso y los fantasmas escurridizos y persistentes de La Noche del Demonio, El Conjuro y Silencio de Muerte (Dead Silence, 2007) ni mucho menos con el esquema del film noir de vigilantes suburbanos símil Sentencia de Muerte (Death Sentence, 2007), planteo que implica que el cineasta en esencia se caga en sus fans bobalicones mainstream que lo relacionan con espectros elegantes y ahora apuesta a encontrar un nuevo público de muy distinta envergadura porque el opus que nos ocupa es por lejos su propuesta más trash y desatada, algo rarísimo viniendo de un tanque financiado por la Warner Bros., un estudio al que definitivamente le debe haber vendido el proyecto como un slasher sobrenatural clásico aunque el producto resultante en sí cae en todas aquellas gloriosas exageraciones de la Clase B de los 80 y 90 en materia de un asesino descabellado y monstruoso, un misterio delirante de fondo, una protagonista anodina, mucho gore extasiado, escenas pirotécnicas y diversos personajes secundarios bastante más interesantes o coloridos que los principales.

El guión de Akela Cooper, a partir de una historia de Cooper, Wan e Ingrid Bisu, comienza con un prólogo en 1993 situado en el Hospital de Investigación Simion, donde la Doctora Florence Weaver (Jacqueline McKenzie), médica especializada en cirugía reconstructiva infantil, debe detener con un dardo tranquilizante la furia homicida de un tal Gabriel que se cargó a buena parte de los ayudantes de la matasanos, un sujeto deforme con una enorme fuerza, la destreza de controlar la electricidad y hasta la capacidad de transmitir sus ideas a través de la radio. El salto al presente nos lleva a conocer a Madison Mitchell (Annabelle Wallis), embarazada que arrastra una racha negativa de tres abortos espontáneos a lo largo de dos años y por ello tiene una relación conflictiva con su violento esposo, Derek Mitchell (Jake Abel), quien en un episodio de cólera empuja su cabeza contra una pared. Derek pronto termina asesinado por una fuerza misteriosa en un ataque hogareño que desencadena una serie de homicidios de médicos que trataron a Gabriel, como Weaver y sus colegas Victor Fields (Christian Clemenson) y John Gregory (Amir AboulEla), lo que provoca la investigación de dos detectives, Kekoa Shaw (George Young) y Regina Moss (Michole Briana White), quienes desde ya no le creen a Madison cuando afirma tener una conexión psíquica con el psicópata que la lleva a vivenciar en primer plano los homicidios, casi todos cometidos con una daga dorada que el muy atlético Gabriel construye a partir de uno de los trofeos de Weaver. Ayudada por su hermana, Sydney (Maddie Hasson), y su madre, Jeanne (Susanna Thompson), Madison descubre que bloqueó el recuerdo del chiflado durante su vida adulta pero hablaba muy seguido con él cuando niña porque es su hermano biológico, señor que tiene secuestrada en el altillo de la casa de Madison a la madre de ambos, Serena May (Jean Louisa Kelly), guía turística de la Seattle olvidada después del incendio de 1889.

Como decíamos antes, en esta oportunidad Wan deja de lado toda sutileza retórica y hasta se podría decir que durante buena parte del metraje evita su marca registrada hasta el día de la fecha como autor, eso del acecho sigiloso in crescendo y los golpes de efecto a lo bus effect de cadencia arty y muy meticulosa, hoy por hoy reemplazada por algo de la puesta en escena pesadillesca promedio de Wes Craven, por una vuelta de tuerca final de impronta body horror cercana a David Cronenberg y especialmente por un ritmo narrativo desaforado y una andanada de desvaríos que recuerdan mucho a nivel conceptual al Sam Raimi de Ola de Crímenes (Crimewave, 1985), El Hombre sin Rostro (Darkman, 1990), Arrástrame al Infierno (Drag Me to Hell, 2009) y la trilogía de Diabólico (The Evil Dead, 1981), Noche Alucinante (Evil Dead II, 1987) y El Ejército de las Tinieblas (Army of Darkness, 1992). Wan sabe muy bien lo que hace y manipula al espectador desde un derrotero anímico que arranca en el terror gótico de edificaciones lúgubres, científicos dementes y monstruos del averno, pasa por los abusos domésticos, el procedimiento policial y la retahíla de asesinatos hiperbólicos por venganza y finalmente desemboca en el melodrama familiar tácito cuando descubrimos que Madison no sólo es adoptada sino que sufre al parasitario Gabriel y su idea de eliminar a todos a su alrededor para dominarla por completo, ya sea a los bebés en su vientre o su esposo o su hermana, esa Sydney que se salvó por poco de morir dentro de Jeanne por los episodios de control absoluto que padece la protagonista a instancias de su gemelo. Con un estupendo desempeño de Michael Burgess en fotografía, Kirk M. Morri en edición y Joseph Bishara en música, la película por momentos adquiere la forma de una montaña rusa estrambótica en la que no se sabe qué podría ocurrir a continuación aunque sin ser particularmente original, sólo por esta mezcla caótica de ingredientes heterogéneos.

El film, errático y enfebrecido hasta el éxtasis, incluye muchos detalles interesantes como ese prólogo ultra trash, una secuencia de créditos iniciales a lo montaje tenebroso cool de David Fincher con seudo rock industrial, el extraordinario trabajo de Marina Mazepa (acrobacias) y Ray Chase (voz distorsionada por radio o teléfono) en lo que respecta a la interpretación de un Gabriel que se mueve en reversa, la idea minimalista de representar el trauma de los abortos de Madison y del surgimiento de su doble malvado con un constante sangrado craneal, la relación de amor platónico entre Sydney, una actriz de pocos recursos, simpática y mucho más humanizada en el relato que su hermana adoptiva, y Shaw, evidente álter ego asiático de Wan, la susodicha colección de asesinatos y secuestros a toda pompa, la noción de reducir la utilización de CGI a los pocos planos de la criatura y la reconversión del entorno inmediato de Madison al momento de los crímenes cual teletransportación surrealista compulsiva que la obliga a ser una testigo de las salvajadas símil aquella Betty (Cristina Marsillach) de Terror en la Ópera (Opera, 1987), de Dario Argento, las obvias alusiones complementarias a El Fantasma de la Ópera (Le Fantôme de l’Opéra, 1910), la archiconocida novela gótica de Gastón Leroux, la maravillosa escena de la persecución de Kekoa detrás de Gabriel luego del homicidio del Doctor Gregory en su bañera, aquella otra secuencia de la hipnoterapeuta y el “casi asesinato” de la Sydney no nata, el muy hilarante instante de la caída de Serena desde el techo sobre el living del hogar de Madison adelante de los esbirros de la ley, una prodigiosa carnicería en la estación de policía del último acto que nada tiene que envidiar a lo que sería una lectura a lo Matrix (The Matrix, 1999), de los hermanos/ hermanas Wachowski, de su homóloga de Terminator (The Terminator, 1984), de James Cameron, y finalmente ese remate en el hospital y frente a la cama de May -único momento sensiblero de la trama aunque bien manejado- con nuestro antihéroe iracundo en retroceso pero siempre avanzando, Gabriel, y su lucha definitiva con Madison por el envase corporal, quizás no tan “definitiva” porque en el caso de Wan nunca se sabe si esto termina aquí o desencadenará una nueva franquicia. Maligno, una película que en otros tiempos más variados y ricos sería un placer culpable y en la uniformidad paupérrima del presente funciona como un soplo de aire fresco, resulta muy pero muy entretenida porque el director comprende a la perfección que el cine de género se sostiene en un villano apesadumbrado, mortífero en serio y de carne y hueso, no un engendro animalizado o gigantesco, y en una buena dinámica entre la seriedad, representada en la caracúlica de Madison, y la afabilidad o hasta cierta pata payasesca, simbolizada en Sydney en lo que en ocasiones es un traspaso del devenir protagónico a pura ciclotimia narrativa. El ardid de Gabriel adquiriendo la forma de un cáncer antropomorfizado, pegado a la espalda y la cabeza de su gemela, es tan encantador y ridículo como el carácter de supuesta “oveja negra” social del personaje de Wallis, una belleza reluciente típica de un mainstream cultural que por regla general no suele regalarnos odiseas tan enajenadas como Maligno, asimismo una crítica astuta contra la lacra médica chupasangre, esa también tumoral que experimenta con los pacientes y les miente sistemáticamente, y una suerte de adaptación lejana del grotesco de los monstruos posmodernos de Hammer Productions y el motivo eterno del doppelgänger en su acepción hitchcockiana/ depalmiana/ shyamalaniana, ahora llevado a las aberraciones biológicas…