Maligno

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

La tranquilidad después de la paliza

James Wan es como uno de esos maestros guerreros de las películas chinas que disimulan sus habilidades bajo un velo de modestia exagerada. Hace tiempo que al cine de terror le llegó, como a todo lo demás, la hora de aggiornarse, de hablar de cuestiones urgentes, de la clase social o el racismo o del encuentro con “el otro”. Maligno desmantela esa severidad bienpensante por la vía de la reducción: la película no trata de parecer inteligente, sofisticada o autoconsciente, al contrario, quiere ser menos, menos de lo que el presente espera del cine de terror y del arte en general, menos que las ínfulas de complejidad que las películas de terror actuales tratan de hacer pasar por refinamiento.

Ser menos significa renunciar a cualquier tipo de sofisticación innecesaria y contar una historia con los rudimentos elementales que el género provee desde hace más o menos un siglo: un monstruo, peligro, casas desvencijadas, rincones oscuros, muertes y coqueteos con el encanto del mal. El guerrero Wan se ata una mano a la espalda y nos provoca, nos dice que lo ataquemos, que una mano sola le alcanza. Y uno está ahí, ligando las piñas que el maestro propina: un asesino sobrenatural que tiene alguna especie de conexión con la protagonista, que a su vez tiene un pasado misterioso, que a su vez tiene un presente un poco misterioso también.

Trompada. Aparece el fantasma y se divierte con la primera víctima. El espectro en cuestión o lo que sea prende una licuadora, abre la heladera, enciende la tele: el momento es terrorífico pero Wan no quiere presumir: el monstruo se comporta como si se hubiera preparado algo de comer y se hubiera tirado en el sillón a ver algo de Netflix.

De acuerdo, nos reponemos, entendemos, aceptamos los cachetazos del sifu Wan. Pero cuando nos habituamos al ritmo de la pelea, el director cambia las reglas: de la nada aparece una pareja de investigadores que tienen menos que ver con los protagonistas de la saga de El conjuro que con Twin Peaks. El tipo, de rasgos levemente orientales, se presenta: hola, soy el detective Kekoa Shaw. Una sonrisa discreta, una dureza sobreactuada y el nombre pegadizo: no hay más nada en el personaje, solo la pose, el juego con los lugares comunes que nos dejó la historia de los detectives, y está bien; Shaw se integra perfectamente con la trama, que alterna lo sobrenatural con la pesquisa policial y los chistes secos y el cinismo y el café que Shaw y su partner escenifican con un rigor deadpan.

Wan para un segundo y nos deja descansar, que nos recuperemos un poco de los golpes y tomemos aire mientras la película se mueve segura por un territorio conocido y un poco reiterativo: llueven asesinatos y descubrimientos en una historia que sigue igual a sí misma. Pero justo en ese momento sentimos en la nuca el vuelo rasante de una patada voladora: es Wan, no lo vimos moverse y ahora el tipo nos arroja al piso con una revelación inesperada, de una truculencia tan bella como generosa. Desde el suelo vemos la película transformarse impunemente, igual que las reas en la celda que demasiado tarde se dan cuenta de que están encerradas con un engendro que se les abalanza y las quiebra, las retuerce, las perfora, las destruye. Sigue el show (sin Shaw), el monstruo ejecuta un carnaval de coreografías deformes en el hall de una comisaría y los policías caen como moscas bajo su cuchilla con la gracia propia de un wuxia pian. Al final no somos los únicos que cobramos y los manotazos y las llaves y las patadas también las reciben otros. Este rejunte de terror, acción y baile, este pastiche, nos dice Wan mientras da un doble salto mortal, es otra forma (insiste) de ser menos, de escaparle a la solemnidad de las películitas que hacen del terror un coto de caza de ideas correctas, un lugar chiquito, prolijo, un safe space diseñado a la medida de los miedos y las exigencias de los ofendidos. Una criatura desquiciada revolea un cuchillo improvisado ensartando policías y nos recuerda que alguna vez todo esto fue oportunidad de goce, de disfrute sin dobleces. Vemos la carnicería desde el piso y le agradecemos al maestro Wan la lección.