Maldito seas Waterfall!

Crítica de Ayelén Turzi - La cuarta pared

Nuestra fauna local está llena de Roques Waterfall: seres despreocupados, casi negligentes respecto a proyectos personales, que viven de alguna renta o se las han sabido ingeniar para tener algún modesto ingreso y no trabajar. El desafío a la hora de llevar uno de estos personajes a la pantalla es plantearse si realmente ocurrirá algo que perturbe su calma, si realmente habrá una historia que contar o si, simplemente, el cineasta se sentará a contemplar la decadencia. Lo curioso sobre Maldito seas Waterfall es que Alejandro Chomski logra abarcar los dos caminos.

La vida de Waterfall (Martin Piroyansky) se desarrolla sin ningún tipo de sobresalto: mira, graba y vuelve a mirar partidos de Atlanta en una VHS llena de polvo, lee el diario y profusa un profundo desinterés a casi todo lo que lo rodea, alumbrando no obstante su paso con pequeños destellos de sabiduría. Así, en su rutina de pasear por el barrio, dormir la siesta y pasar el tiempo rodeado de los más variados personajes, encabezados por su mejor amigo Harry (Walter Jakob), quien espera cobrar una herencia para vivir haciendo nada como él, o Carla (Juana Schindler), una chetita rubia que le habla en inglés al perro), Waterfall se cruza con Luis (Javier Lombardo), el productor local de Hans Gunther Flogenhoefer (Rafael Spregelburd), un director de cine de Europa del Este que vino a la Argentina supuestamente a hacer un documental sobre la pobreza en la Villa 31. Pero decide cambiar su objeto de estudio luego de cruzarse con el peculiar Waterfall, quien, a regañadientes, el termina aceptando que las cámaras lo sigan para registrar su cotidianeidad.

La película se apoya casi únicamente en su protagonista. Las secuencias de relatos documentales de los personajes secundarios, cuando Waterfall no está en pantalla, se hacen un poco cuesta arriba, aburridas. Incluso, la actuación con más fuerza y credibilidad es la de Piroyansky: el resto del cast oscila entre interpretaciones pobres y sobreactuaciones muy acartonadas, lo cual puede ser a propósito: no sería descabellado proveer al protagonista de un entorno marcadamente artificial para resaltar lo genuino que es.

Además del registro documental en sí (vemos la película de Gunther a través de una proyección), Chomski hace un recorte urbano de Buenos Aires por demás interesante: más que nada recorre exteriores en Villa Crespo y Chacarita, zonas reconocibles como el Barrio Parque Los Andes (que por ser un barrio cerrado dentro de Capital Federal cuenta con cierto encanto particular), o esquinas como las de Av. Dorrego y Av. Corrientes; espacios que, sumados a la devoción del personaje principal por Atlanta, se acercan mucho a determinado nicho de público que de seguro sentirá un gran apego a la película.

Retomando lo que comentábamos en la introducción, la monotonía en la vida de Waterfall se ve justamente interrumpida por Gunther y su equipo. Es en este punto donde, a través del cine dentro del cine, la película logra recorrer los dos caminos posibles ante un ser que vegeta: ocurre algo significativo dentro de su vida, algo que merece ser contado. El chiste es que lo que ocurre no lo hace moverse ni lo empuja a actuar: el hecho extraordinario que vive es que un grupo de cineastas se decide a retratarlo, es su pasividad llevada al extremo y arrojada desnuda frente a un lente.

VEREDICTO: 6.0 - NO ES PARA TODOS

Quien vaya a la sala en busca de entretenimiento y risas, probablemente salga decepcionado. Lo más interesante de Maldito Seas Waterfall es la posibilidad de reflexionar sobre la pasividad y la desidia de determinados personajes que viven al límite del sistema. El problema es que quizás no es un mensaje que pueda calar muy hondo en el público masivo, y sin esta interpretación la película pasa completamente desapercibida.