Malasaña 32

Crítica de Martín Chiavarino - Metacultura

Traumas del pasado

El segundo largometraje de terror del realizador catalán Albert Pintó, responsable del opus Matar a Dios (2017) junto a Caye Casas, es una típica obra de terror paranormal alrededor de una atormentada familia que se muda al céntrico barrio histórico que albergó al movimiento cultural de Madrid de la década del 80 conocido en España como la “movida cultural madrileña”, Malasaña.

Con el dinero de la venta de la finca en su pueblo natal y un oneroso crédito hipotecario con una entidad financiera, Manolo (Iván Marcos) y Candela (Beatriz Segura) emprenden un cambio de vida que los lleva a la capital española junto al abuelo Fermín (José Luis de Madariaga) y sus tres hijos, la joven Amparo (Begoña Vargas), de diecisiete años, el adolescente José (Sergio Castellanos) y el pequeño Rafael (Iván Renedo). La mudanza al antiguo y deshabitado departamento amueblado y la posibilidad de comenzar una nueva vida con trabajos urbanos alejados de los cotilleos del pueblo llenan de esperanzas a una familia con varias lastimaduras que intenta reponerse de los malos tragos de su historia familiar. Pero rápidamente descubrirán que el espíritu de una mujer fallecida hace unos años, que habita en el abandonado departamento vecino, los acecha e intenta apoderarse de Rafael, el cual desaparece misteriosamente sin dejar rastro para la desesperación de toda la familia, que experimenta distintas escalofriantes apariciones que rápidamente los convence del error que han cometido al mudarse al perturbador piso.

Vagamente inspirada en sucesos reales, Malasaña 32 (2020) está ambientada en 1976, con una introducción que sucede cuatro años antes en el mismo lugar, para construir una película que combina elementos del terror anglosajón y el J-Horror como los estridentes efectos sonoros y los vertiginosos efectos visuales paranormales con guiños a la política española, la recuperación de la democracia y los cambios culturales que se iniciaban en la época. Una España que moría y una que buscaba nacer se dan encuentro aquí tanto metafórica como literalmente en el argumento del film, que trabaja la cuestión del cambio sexual, la represión familiar producto de la vergüenza, la necesidad de superar las tragedias y las obsesiones que en vida consumen y en la muerte se convierten en ataduras inexplicables.

Comparada con menosprecio con la reciente Verónica (2017), el exitoso film del experimentado realizador valenciano Paco Plaza, responsable de la saga de Rec (2007) junto al director catalán Jaume Balagueró, Malasaña 32 se enmarca más en la tradición de casas embrujadas de los clásicos La Casa Infernal (Hell House, 1971), de Richard Matheson, llevada al cine por el director John Hough con un guión del propio Matheson bajo el título de The Legend of Hell House (1973), y La Maldición de Hill House (The Haunting of Hill House, 1959), de Shirley Jackson, adaptada por Robert Wise en 1963, entre otras obras resonantes de Jackson como Siempre Hemos Vivido en el Castillo (We Have Always Lived in the Castle, 1962), que también trabaja un argumento similar. La película de Pintó consigue sin dudas consistentes actuaciones y buenas escenas de horror en un argumento trillado y predecible pero que funciona en una entrega que abusa sin pudor de los efectos sonoros y visuales innecesarios, uno de sus principales problemas y un standard del cine de terror que aburre aquí más de lo que perturba.

Escrita por Ramón Campos, Gema R. Neira, David Orea y Salvador S. Molina, el film dirigido por Pintó se vuelca demasiado al terror llano en un guión que clama a gritos una puesta en escena más cercana al horror psicológico que integre más la historia con la resolución argumental basada en el ocultamiento de una historia familiar en lugar de un exceso desenfrenado de latiguillos con pausas anodinas que sólo buscan pinchar al espectador continuamente con dispositivos utilizados por prácticamente todo el espectro del género. Malasaña 32 es un film con buenas ideas que se empantanan en las necesidades comerciales de mantener el interés del espectador aficionado al terror generando el efecto contrario con una resolución demasiado ad hoc que introduce un elemento disruptivo que merecía más trabajo y análisis pero que se relaciona con la historia de la familia acosada por el espíritu de Clara, una solitaria mujer confinada en su departamento de Madrid durante casi toda su vida que asusta a los niños robándoles sus canicas, alimentando así las leyendas urbanas de las casas embrujadas y de los espíritus apesadumbrados que se niegan a abandonar este plano.