Magia a la luz de la luna

Crítica de Jorge Luis Fernández - Revista Veintitrés

Ruido de magia

Cada tanto, los planetas se alinean y Woody Allen, dueño de una filmografía nebulosa, entrega un discernible lucero. Esta vuelta, Allen cambió su fe en el psicoanálisis por los albures de la magia y el misticismo para liberar su sarcasmo contra la razón.
La apuesta es casi perfecta. Magia a la luz de la luna tiene escenarios y diálogos dignos de Rohmer, un humor cáustico que se resuelve en situaciones entrañables, en la tradición de Billy Wilder, y hasta el tono y las vueltas de tuerca de El mago, de Bergman.
Berlín, 1928. Stanley Crawford (Colin Firth) es un mago inglés camuflado de chino bajo el nombre Wei Ling Soo; hace desaparecer elefantes, se traslada invisible de un lado a otro del escenario; la multitud lo adora. Llega a su camarín y Howard Burkan, un viejo colega, lo invita a desenmascarar a una médium, Sophie Baker (Emma Watson), que deslumbró a una rica familia norteamericana afincada en la Costa Azul. Habiendo seducido al hijo menor, Sophie podría heredar su fortuna. Nada peor para un mago que un ilusionista millonario.
La dupla viaja al sur de Francia; recalan en la casa de tía Vanessa (Eileen Atkins), consejera de Stanley, luego se hospedan con los Catledge. Oculto en una falsa identidad, el mago busca demostrar que Sophie es una embaucadora pero la chica, con sus poderes, lo desenmascara a él. Para Sophie, Stanley, como buen mago, necesita que lo incomprensible sea un truco; Stanley, por el contrario, anhela creer en lo inmaterial. Y así, entre piropos a la luz de la luna, alusiones a Nietzsche y el rezo de una plegaria, con una esgrima verbal entre Firth y Atkins, el autor de Manhattan entrega una comedia quizá menor pero redonda, prolija y de las más disfrutables.