Magia a la luz de la luna

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Liviano y luminoso pasatiempo

Es el mismo Woody Allen (1935, New York, EEUU) pero distinto. Aunque siempre hábil para los diálogos cáusticos y el dibujo de personajes graciosamente agitados, su juvenil espíritu burlón de los ’70 (Bananas, Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo…) fue virando hacia homenajes y tragicomedias que conformaron su etapa más rica, con films más depurados (Manhattan, Zelig, Broadway Danny Rose, Hannah y sus hermanas, Crímenes y pecados), para después brindar pasatiempos olvidables, en algunos de los cuales, sin embargo, asomó algo de su brillo (Disparos sobre Broadway, Dulce y melancólico, Blue Jasmine). Magia a la luz de la luna se suma a la lista de estos últimos, módicos pero disfrutables aciertos.
Con el marco esplendoroso de la Costa Azul de los años ’20, sigue los pasos de un mago arrogante que intenta poner en ridículo a una joven médium, aunque la tarea se termina complicando. En el comienzo sobreabundan las palabras, pero tras las primeras apariciones de la chica el film cobra vivacidad. La música y el vestuario de época, los jardines rebosantes de flores, las ventanas permeables a la luz del sol veraniego, llevan al espectador a un estado de confortable bienestar burgués, permitiéndole formar parte de la cotidianeidad de estos hombres y mujeres displicentes (no se ve una sola mucama ni nadie que limpie o cocine en esas deslumbrantes mansiones). Si por momentos Allen parece haberse convertido en un James Ivory sarcástico, el aprovechamiento que hace Darius Khondji de la luz natural y los colores de esos sitios le dan a Magia a la luz de la luna una calidez que se agradece.
Allen evidencia aquí, más que en otras ocasiones –y hasta sus detractores deberían reconocerlo–, una notable delicadeza en la composición de los planos, con la cámara encuadrando y acompañando con precisión y elegancia. Aunque ingenua, la secuencia de la repentina tormenta y el posterior acercamiento de la pareja central en un observatorio, está resuelta con un encanto y un profesionalismo difíciles de encontrar en el cine mainstream actual. Lo mismo puede decirse del plano general de la fiesta nocturna en las afueras de la casona envuelta en un halo glamoroso, en el que el director no se regodea. Puede apreciarse incluso alguna decisión poco convencional, por ejemplo cuando se detiene brevemente en un paisaje antes de desviarse a mostrar el coche que se aproxima y, siguiéndolo, volver al paisaje, como si el camarógrafo (o el espectador) se hubiera distraído mirando las montañas.
Aunque con distintas profesiones, edades y apariencias, Woody Allen suele ubicar en sus películas un alter ego: en manos de Colin Firth, el habitual neurótico con la ironía a flor de labios logra ser, en algún momento, ligeramente conmovedor. Como la joven adivina, la excelente Emma Stone (ojos, cejas, sonrisa y corte de cabello que recuerdan a Olga Zubarry joven) contribuye a restarle solemnidad al asunto. El resto –incluyendo Eileen Atkins, notable como una tía perspicaz– cumple su cometido, dentro de un film en el que Allen se luce más como director que como guionista.
Es que, si algo puede reprochársele a Magia a la luz de la luna, es la puerilidad con la que aborda ciertas cuestiones: el cambio de posición ante un tema es visto como una claudicación; los antagonismos se resuelven sin demasiado conflicto; romanticismo, optimismo, fe religiosa y magia parecen ser lo mismo. Podría decirse que esa liviandad es otro signo reconocible del cine de Allen, tanto como la manera de conducir a pensamientos estimulantes por los retruécanos y chistes dichos por los personajes antes que por el sedimento dejado por una escena pensada en términos visuales.