Magia a la luz de la luna

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

Un acto de magia

La primera escena de la nueva película de Woody Allen es un acto de magia: el ilusionista oriental que encarna Colin Firth hace desaparecer un elefante del escenario ante la extasiada audiencia que colma un teatro de Berlín. La propia personalidad del mago es una ilusión: detrás de la máscara del chino Wei Ling Soo está el rostro de Stanley Crawford, un pomposo misántropo inglés que es convocado para, justamente, desenmascarar a una autoproclamada vidente que seduce con sus presuntos poderes a una aristocrática familia afincada en la glamorosa Riviera Francesa de la década del 20. Nada de lo que se ve en la superficie de este relato es del todo confiable. Y si bien las pequeñas intrigas que Allen plantea a lo largo de su desarrollo pueden ser resueltas tempranamente por un espectador medianamente entrenado y atento, la película tiene el magnetismo necesario para mantenerlo atrapado al módico precio de entregarse al juego. Estamos en el terreno de la comedia amorosa, y todo lo que cuenta para que el sistema funcione luce sólido y aceitado: los diálogos son chispeantes, teñidos de gracia y agudeza, están plagados de sutiles claves que revelan el espíritu de la historia; las actuaciones de los protagonistas son formidables: Colin Firth consigue una particular precisión en su interpretación del caballero racionalista y petulante que esconde una larga serie de frustraciones detrás de su arrogancia; es especialmente notable la evolución de su personaje a medida que va cediendo a la seducción de la joven Shopie Baker, encantadora aún en los pasajes donde sospechamos con más intensidad que puede ser una embustera. Emma Stone compone su papel equilibrando con maestría candor, charm, fragilidad y astucia, en un trabajo memorable. Se desplaza con notoria comodidad en ese ambiente que remite a algunas novelas de F. Scott Fitzgerald (a El Gran Gatsby, como se ha señalado con más insistencia, pero también a Suave es la noche) y tolera con entereza, y sin perder del todo el humor, los embates de un hombre que la dobla en edad y en cantidad de certezas. Son las seguridades que siempre tambalean ante los misterios de la vida amorosa las que aquí están en primer plano. Un tema del que la agitada biografía del propio Allen, próximo a cumplir los 79 años, da sobrada cuenta. Con una banda sonora que combina Stravinsky, Ravel y Beethoven con Cole Porter y Rodgers & Hart marcando el pulso, el veterano neoyorquino sostiene durante más de una hora y media un ritmo narrativo envidiable, logra que la liviandad opere como pasaje al disfrute y estimula la imaginación del director de fotografía iraní Darius Khondji, un colaborador habitual, para que aproveche a pleno la luz natural de la Costa Azul con un criterio evocativo de inspiración impresionista. No se trata de una película que pueda ubicarse entre las cimas de su carrera (Annie Hall, Manhattan, Broadway Danny Rose, Crímenes y pecados), pero sí en el grupo de las más entrañables (en el mood de Todos dicen te quiero y Medianoche en París, por ejemplo). Es, sobre todo, una demostración contundente de lucidez y vitalidad que doblega al riesgo de agotamiento con la autoridad que otorga la consolidación de un estilo.