Magalí

Crítica de Carla Leonardi - A Sala Llena

Volver a las raíces:

Una mujer anciana es encontrada sin vida, sentada en la puerta de su casa por su nieto en medio de un entorno rural andino. Se trata de la madre de Magalí. Este acontecimiento es el detonante que moviliza su retorno por unos días a su lugar de origen. Esta es la situación de apertura de Magalí (2019), opera prima del realizador argentino Juan Pablo Di Bitonto.

La película es una ficción dramática e intimista que emplea elementos del documental antropológico (en cuanto al registro minucioso del ritual de la Pachamama que practican los protagonistas y las costumbres de los lugareños) y del fantástico al incluir elementos sobrenaturales propios de las leyendas ancestrales de la región.

Magalí (Eva Bianco) ha venido a Buenos Aires, buscando mejorar sus condiciones de vida. Trabaja como enfermera en un sanatorio y vive en una pensión. El camino de regreso a su tierra es agobiante para Magalí no solo por lo que debe enfrentar (el entierro de su madre y el reencuentro con su hijo luego de varios años de distanciamiento) sino también por su falta de costumbre al lugar, lo cual se hace evidente incluso en el habla, al adoptar modismos del lunfardo porteño.

El director se mueve en un interjuego entre los planos generales que muestran la vida dura en la cual se mueven los personajes y los primeros planos que apuntan a que el espectador se identifique con el conflicto interno de Magalí. La protagonista se encuentra tironeada entre la necesidad imperiosa de volver a Buenos Aires, (pues podría perder su trabajo) y las demandas de su hijo y de su comunidad por cumplir con la tradición ancestral de subir al cerro (si se corta el rito, algo malo podría pasar). Poco a poco, casi misteriosamente, el lugar la va atrapando. No hay señal en su celular y la linea telefónica funciona mal, un puma merodea por la zona y aparece ganado muerto. El elemento sobrenatural y de suspenso está dado por la irrupción durante las noches de las subjetivas del puma que deambula por el espacio y que corresponde a una antigua leyenda popular, situándose fuera de campo y a medio camino entre la ensoñación y la realidad.

La contraposición entre la ciudad y la periferia del pueblo de provincia está trabajada de manera interesante por el director. Por un lado, la ciudad aparece como panacea que resolvería todos los problemas, pero en realidad Magalí allí está precarizada y sola. Por el otro, el poblado rural aparenta pobreza material, pero en realidad hay allí una riqueza cultural y humana, que no se encuentra en la urbe. El personaje del Secretario (Gustavo Contreras), con su camioneta moderna y su intención de cazar al puma, es otro eje de la tensión entre el pueblo chico y la urbanidad. Representa la racionalidad del capitalismo, que reduce todo a la cuantificación del consumo y descree de aquello que no tiene explicación lógica, de la magia que nos vincula con el más allá.

El otro eje de la película es el reencuentro de Magalí con su hijo Félix (Cristian Nieva), de 10 años, quien al comienzo se muestra distante y tenso para con ella, aunque muestra su interés mirándola escondido, desde lejos. Aquí el conflicto se juega entre la maternidad cuyas demandas pueden ser sofocantes (más aun en este caso donde no se sabe nada del padre del niño) y la mujer liberada, que sigue sus propios deseos. Pero en realidad, pensar que migrar a la ciudad sería realizarse como mujer es un engaño. La posición femenina se constituye entre los dos elementos: en la relación con aquello que está más allá de la medida del falo y en el amarre que el hijo en tanto representante de un límite (el hijo viene al lugar del falo faltante en la mujer) supone para lo ilimitado del goce femenino. En la revinculación con la magia de su tierra y con su hijo, Magalí está más cerca de recuperar una posición femenina.

Magalí es una película que cuenta con una bella fotografía, con un logrado trabajo con actores no profesionales que dotan de verosimilitud a la narración, logrando interesar por aquello que sugiere sin caer en subrayados innecesarios. El director acierta al narrar una historia que habla de nuestra idiosincracia y que aboga por recuperar nuestras marcas identitarias en un cine y un mundo cada vez más uniformes por efecto de la globalización. Además consigue innovar al mostrar un Jujuy diferente, alejado de la propaganda turística del carnaval, y al dar cuenta del lado oculto del desarraigo, pocas veces transitado cuando se plantea la migración hacia la ciudad como experiencia maravillosa de realización personal.