Madres perfectas

Crítica de Iván Steinhardt - El rincón del cinéfilo

Extraña propuesta ésta de Ann Fontaine responsable, entre otras, de “Cocó antes de Channel” (2009) como su más lograda producción. Las otras mejor no mencionarlas. “Madres perfectas” comienza como un conjunto de varias virtudes que luego se desbarrancan por su propio peso.

La primera escena muestra un pequeño sendero por el cual dos niñas, amigas, se dirigen hacia la costa. Elipsis mediante, vemos la misma playa paradisíaca. Hay dos casas soñadas, con todo el lujo y confort posible. Días con mucho sol, brisas marinas, alguna copa de vino por la noche, buena música… ideal para dejarse llevar por los instintos.

En una de las casas vive Lil (Naomi Watts), mujer viuda, con su hijo Ian (Xavier Samuel). En la otra Roz (Robin Wright) con su hijo Tom (James Francheville), cuyo marido está ausente porque se la pasa viajando. Ambas reflexionan mientras los físicos torneados de sus hijos dejan ver el esplendor de sus cuerpos hechos para publicidades de desodorantes personales: “¿Nosotras hicimos eso? Parecen dioses”. Con buen manejo de los tiempos, la directora deja ver en cada uno de los personajes un fino trazo de deseo sexual. Las madres, bellísimas y (pero) adultas, se sienten atraídas hacia la virilidad de los chicos que no parecen tener otro interés que el de surfear juntos.

El erotismo se apodera de la pantalla y la química actoral funciona. Todo funciona. Al plantear un marco novelesco en el cual las preocupaciones cotidianas no existen, el lugar queda absolutamente abierto para el breve dilema que se presenta en el cual el deseo confrontaría con lo moral. En este punto, el acierto es no juzgar a sus criaturas. Mujeres adultas se reencuentran con el deseo sexual que las libera y las hacen sentir vivas. Chicos jóvenes que por este verano tienen donde descargar testosterona manteniendo cuidado, pero respetando el código. Es más, salvo un atisbo al comienzo, tampoco hay cuestionamientos entre ellos en función de lo que sienten. Todo controlado.

Pero estamos a mitad de los 114 minutos de duración. ¿Y ahora?

Tal vez cierto temor a profundizar, o simplemente no tener una idea clara de cómo hacerlo, lleva a la realizadora a forzar un conflicto que tuvo la oportunidad de aparecer si los personajes se hubieran planteado sus propios tabúes. Ahora es tarde. Pasaron un par de años con estas relaciones cruzadas y en el relato aparecen el sentimiento de traición entre ellas, el temor a envejecer y, sobre todo, los celos hacia mujeres más jóvenes. Para colmo, una de ellas aporta una solución que puede provocar alguna carcajada por el nivel de disparate pues en ello reside la supuesta tensión que se marcaría el camino hacia el final de la historia.

A partir de ese punto de inflexión todo en la película se resignifica. Los escenarios se vuelven intrascendentes, los diálogos inverosímiles y las situaciones tienen la profundidad de una charla en un local de comidas rápidas. La atención se desvía por completo por lo cual comienzan preguntas que antes no tenían contexto para formularse, como de qué viven, pues nadie labura, quién va al supermercado, etc. Es cierto, la apuesta es no abandonar la estética, pero ésta ya no le sirve ni le conviene a la definición de “Madres Perfectas”. Ni siquiera el título original “Adorar” (que es lo que se hace con los dioses) puede explicar las lágrimas de Naomi Watts o la congoja de Robin Wright que, pese a ser dos grandes actrices, en especial ésta última, no pueden salvar la caída en picada.