Madres perfectas

Crítica de Carolina Taffoni - La Capital

Las trampas del deseo

Las “Madres perfectas” del título son Lil y Roz (Naomi Watts y Robin Wright), dos hermosas mujeres de cuarenta y pico que son amigas desde la infancia. Las rubias además son vecinas y comparten gran parte del día en compañía de sus hijos varones, dos jóvenes surfers esculpidos en el gimnasio, que también son muy amigos entre ellos. Todo marcha bien en un contexto paradisíaco (un pueblo costero de Australia de mar turquesa) hasta que, de un día para el otro, cada una de las protagonistas empieza a tener sexo con el hijo de la otra. El planteo inicial de la primera película hablada en inglés de Anne Fontaine (“Coco antes de Chanel”, “Mi peor pesadilla”) —basada en la novela “The Grandmothers”, de Doris Lessing— es interesante y hasta provocador, pero la directora elige el camino más liviano y superficial para desarrollar la historia. En “Madres perfectas” la construcción de los vínculos no es creíble, y por momentos asoma la estética de una telenovela. Los personajes están siempre igual de atractivos más allá del paso de los años, y su perfil psicológico y sus motivaciones ocupan un espacio ínfimo. Detrás de las protagonistas parece haber un terrible miedo a envejecer, una competencia encubierta, un temor a alejarse de los hijos y del lugar que habitan. También se entremezclan el fantasma del incesto y el comportamiento social en comunidades aisladas. Sin embargo, la película apenas si lo sugiere y no se detiene en ninguno de estos aspectos, mientras avanza con saltos temporales bruscos. Otro punto que juega en contra es la diferencia en la calidad actoral. Watts y Wright logran dotar de humanidad a estas mujeres que buscan romper tabúes, pero los actores que personifican a sus hijos son sólo modelos masculinos.