Madres paralelas

Crítica de Maximiliano Curcio - Revista Cultural Siete Artes

Una página borrada de nuestra memoria. Un hueco gigantesco en la propia identidad. ¿Hacia dónde podremos dirigirnos si no sabemos de dónde provenimos? Pedro Almodóvar revisa la historia reciente española, reviviendo heridas urticantes, acaso sin cicatrizar. El plano y contraplano examina los dobleces de un contexto familiar disfuncional. Repleto de ausencias, carencias y traumas. Finalmente, la historia de las madres paralelas, quienes titulan al film y llevan adelante la trama, no es más que un pretexto argumental -y sin minimizar tal condición, diría la corriente de teoría autoral- para profundizar en algo mucho más delicado, atávico y en absoluto obsolescente: un abordaje al contexto de los ciudadanos capturados, asesinados y desaparecidos durante la Guerra Civil Española. Nos es ajeno a su filmografía su inspección sobre las consecuencias del franquismo, aspecto histórico que el manchego ya había abordado previamente en “La Mala Educación” (2004).

El viento agita las cortinas, las cuatro paredes de la habitación cumplen la ley del deseo. El laberinto de pasiones ensaya su nueva versión para los amantes pasajeros. Sin embargo, nada ocurre por casualidad; el encuentro profesional fortuito que ‘engendrará’ una relación bifurca los caminos trazados, al hallazgo de la persona indicada como herramienta para reconstruir ese pasado esquivo. Nada es como tal a simple vista. Como cajas chinas en perfecta sincronía, Pedro tira de los hilos ejercitando su perenne pericia narrativa. Las respuestas se hallan en la profundidad de esa fosa común, adonde pertenecen los restos de aquellos seres queridos. Allí donde buscamos nuestra propia identidad. Todo es simbolismo y alegoría, y allí están dos vidas gestándose en el vientre de estas dos madres paralelas.

¿Madre hay una sola? Con un impacto de magnitud nuclear, Pedro deposita sobre nosotros la duda. ¿De quién es la niña? Hay rasgos identitarios que no condicen y un padre que busca hacerse cargo. Enmarañado y jamás convencional, como es costumbre, coloca delante de nuestros ojos las complejas piezas de su rompecabezas emotivo. Vida y muerte se entrelazan consumando la tragedia. Hay un llamado de conciencia, pensemos en una señal. Quizás, sea la historia que siempre se repite. Imposible escapar a nuestro destino. ‘El amor cambia tu sangre’, dijo el maestro. ‘La sangre es para siempre, nada puedes hacer’, retrucó el discípulo. Guiño melómano aparte, en bucle, repetimos los mismos errores, aciertos y patrones del pasado. ¿Una condena o una bendición? Pedro piensa en posibles paralelos con la historia de su tierra, pisando su propio suelo. Hagamos el mismo ejercicio nosotros, desde la óptica de nuestra nación y la gigantesca grieta identitaria aún existente. Identificación total, treinta mil razones.

El autor, dos veces ganador del Premio Oscar (y aquí nominado a Mejor Film Internacional) nos deslumbra con una puesta en escena que deleita nuestros sentidos. Emplazada en acogedores apartamentos en Madrid, la historia se beneficia del detallismo estético del realizador. Observamos un vestuario repleto de estridentes colores, merced a su siempre destacado buen gusto decorativo (presten atención al mobiliario y a las pinturas que cuelgan de las paredes, todo un símbolo lo segundo). Kitsch y rocambolesco, Pedro en su salsa. Quizás, el fetiche se proyecta en el oficio de fotógrafa del personaje de Penélope, centro convergente del film, otorgando su mirada sensible a todo aquello que se dispone a retratar. Era de esperarse, hay rojo saturado por doquier a la espera del siguiente flash. Elevando a la enésima potencia su gusto por el melodrama, Pedro ensaya su mejor versión del inmortal Douglas Sirk para conformar un drama desgarrador. Su sentida utilización de la música, demarcando el arco dramático de cada escena, será lo suficientemente hábil como para colocar el peso específico necesario sobre determinantes secuencias. La mirada se posa sobre dispositivos que confeccionan el nuevo paradigma. El dedo desliza el ratón de PC y hace click revelando verdades inconfesables. En tiempos de redes más una prisión, apps que nos entretengan después de cenar e hiperconectividad vacua, la protagonista cambia el número de su teléfono móvil. Busca la identidad de sus propios antepasados, pero se esconde. Y finge. O elige creer para no enloquecer. Como ningún otro contemporáneo, sabe el ibérico como atrapar nuestra atención por completo. Nos ha hipnotizado con su nueva lección de cine.

En “Madres Paralelas” todo es búsqueda de identidad. El resultado de un examen genético y la pesquisa del rastro en una prueba salival. La pantalla se llena de interrogantes. El rostro de Penélope ensaya una mueca de espanto e incredulidad. ¿Qué hecho yo para merecer esto?, se pregunta. Más ligazón identitaria: la pertenencia a un número móvil y búscame aquí; hay cierta nostalgia hacia todo tiempo pasado, siempre hay a mano un bolígrafo para registrarlo todo en el papel. La mirada social de Pedro no descuida incluir ciertas tendencias acerca del vertiginoso mundo de hoy, haciendo aún más pronunciada la brecha generacional. La mala educación de nuestros niños. Por supuesto, en sus películas siempre habrá lugar para aquellas líneas de diálogo ocurrentes, que nos robarán una carcajada. Incluso en medio de tan desasosegante drama.

Retorna Pedro al mundo femenino que tan bien sabe indagar, empatizar y problematizar. La ausencia paternal, masculina, se hace evidente. Y para qué tenerlos presentes si son de la peor calaña: maridos infieles que no se hacen cargo de la paternidad, dealers venezolanos o jóvenes abusadores. Hay para todos los gustos, pero no encasillemos. Pedro habla con ellas y habita sus pieles. Allí está la magnífica y bella Penélope Cruz, cautivando al hechizo que hace trampas al paso de los años. Almodóvar sabe, como nadie, capturar su frescura y destacar su intensidad actoral, para un papel a su encomiable medida. Pletórica en su dolor y gloria para un parto en primer plano, Penélope es una fuerza de la naturaleza. Su musa indiscutible, desde “Volver” (2006) hasta hoy. Resulta aceptable el rol desempeñado por la novel Milena Smit, debutante chica almodóvar que carga sobre sí la otra mitad del peso de la historia, aspecto nada menor. Allí está también la inmensa Aitana Sánchez-Gijón en rol de reparto, brindándonos un monólogo teatral para el recuerdo. Ensayo de anhelos frustrados y sueños marchitos de juventud que podrían extrapolarse al personaje de Cruz. De su boca salen líneas que describen el oficio actoral: nuestra tarea es agradar a todo el mundo, dice.

El reloj, indetenible, sigue su marcha. No puede derrotarse al tiempo y la madre naturaleza sabe. Es ahora o nunca, Penélope. El instinto maternal no traiciona. El siempre acertado juicio autoral de Pedro no desatiende su pronunciación acerca de las dinámicas que atraviesan a los vínculos actuales. Y cuando creemos que el gran Almodóvar ha colmado su universo de mujeres al borde del abismo existencial, allí reaparecen dos antiguas y eternas cómplices, como Rossy De Palma y Julieta Serrano. O bien para distendernos o para aleccionarnos. El eterno hijo pródigo del cine español puebla el escenario de su pura ficción hecha de vínculos intrincados, contradictorios e imposibles. Como la vida misma. Allí están las madres paralelas, intercambiando bondades y miserias. Sellando la complicidad en la crianza, haciendo el duelo de una ausencia. Compartiendo primero un techo y recetas culinarias, luego una cama, antes de un secreto inconfesable. Hay un retrato familiar que necesita un nuevo encuadre y apenas un recuerdo lo sostiene en pie, si el uso de razón lo permite, trayendo a la vida a aquella mamá liberal que adoró a Janis Joplin. Suena su inconfundible voz, es un rayo que nos atraviesa. La conversación se da luego de una cena íntima. Confesional, Penélope revela un secreto. Hay una presencia paterna ausente. Y las historias que nunca faltan, esas que contaba la abuela, de generación en (de) generación. Aquellas bajo las cuales reconstruimos una figura, que nos mira en el espejo de nuestro propio ser hecho añicos. Nos reconocemos. Minutos después, una contundente verdad se teledirige hacia nuestra conciencia. Hay algo en las palabras pronunciadas por Penélope, acerca de la importancia en desenterrar ese pasado acallado, que nos lleva directamente hacia el monólogo de José Sacristán en “Solos en la Madrugada” (1978), la imprescindible película de José Luis Garci. El momento socio-político era claramente otro, a la caída del franquismo, pero uno puede comprender las necesidades, las urgencias y la identidad fragmentada del ciudadano español.

Dos objeciones se presentan en el film, a juicio de quien escribe, privándolo de la completa excelencia. Dice el dicho que quien mucho abarca, poco aprieta. Y Almodóvar elige vertebrar su relato a través de diversas aristas que no llega a profundizar, resintiendo cierto verosímil narrativo. Sólo el amor no puede sostener…se habla sobre intercambio de bebés al nacer, y no se abordan las responsabilidades institucionales, las consecuencias morales y vericuetos legales del caso. Una ligereza en la toma de decisiones que no es descuido por parte del director, sino la preferencia por explorar ‘el efecto después’ y el desapego en el personaje de Penélope, luego de haber liberado su aprisionada conciencia. Se habla de abuso y violación, de sexo sin consentimiento, y no se persiguen culpables ni se denuncia el hecho. Solo una foto sugiere rasgos, pero se aligera la responsabilidad del culpable. No quiere decir que se resienta la convicción del cineasta: el padre de la abusada eligió callar, pecado común generacional. No obstante, del dicho al hecho, hay un trecho…no alcanza con que Penélope vista una remera que anuncia que “we all should be feminists”. ¿Cómo se respalda dicha sentencia sino con compromiso? Aprendamos a mirar mejor el cuadro completo…o la historia nos encontrará víctimas de nuestros propios errores pasados.

No pretende el autor del film un ensayo acerca de la maternidad, del estilo proseguido en “Todo Sobre Mi Madre” (1999). Esta es una película acerca de la identidad más allá del género y del lugar en el mundo que nos toca ocupar. Y de este mundo que legamos a nuestra descendencia. Por ello, el viaje prosigue fuera del contexto urbano. El traslado hacia el entorno rural es también un traslado en el tiempo. Allí está la vieja casa de familia y la viva voz de aquel pasado. Recordará Pedro sus propias raíces. Rollos de negativo inauguran y clausuran “Madres Paralelas”. Son el soporte de aquel testamento hecho de imágenes (en movimiento). Es el refugio ficticio para desarrollar una historia hecha de retazos. Es la búsqueda por reconstruir, desde los despojos, desde las cenizas, los cimientos y los restos, la propia memoria. Es trazar ese camino de regreso, es hurgar en el lugar donde se esconde aquello que el olvido nos legó. Cuando un sonajero simula un Rosebud enterrado. Cuando un ojo de cristal mira directo hacia aquel ojo que, sorprendido, contempla su permanencia inalterable en el tiempo. Huesos alrededor, tierra amontonada, aquí y allá. Olor a historia acallada. Culpa y redención. Necesidad de expiación.

En el pueblo, rostros anónimos marchan. La procesión celebra a aquellas almas anónimas. Ya no son solo un número, ya poseen nombre y apellido. La cámara se olvida de Penélope, madre en paralelo que ha concebido su segunda oportunidad, bendición de la vida y destino que derrota al paso del tiempo. Casi sin abandonar el ras del suelo, la delicadeza de Pedro en enfocar la mirada de esa niña contemplando semejante panorama es un golpe al corazón. Y ese puente generacional es una elipsis tan grande como la de Kubrick en “2001…”, con perdón de la brecha cronológica. La metáfora vale la disculpa cuando la eternidad es hoy al encuentro de nuestros propios fantasmas, si la esencia humana se resignifica en esos segundos preciados, en el expresivo asombro fascinado de aquella niña contemplando un horror que, conscientemente, no puede jamás comprender. Luego, la cita de Eduardo Galeano nos hace un nudo en la garganta. Siempre hay dos historias fluyendo en paralelo. Pedro nos cuenta la de su máter España. Porque es mejor sanar ciertos daños…¿qué mundo le daremos, sino, a aquellos que recién llegan?