Madres paralelas

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

En 1989, Pedro Almodóvar le dijo a la revista francesa París Match que estaba empeñado en evitar cualquier recuerdo del franquismo a través de sus películas. Era una reacción extrema que simbolizaba la dificultad para enfrentarse con un pasado doloroso en una época marcada por la felicidad y la catarsis provocadas por la recuperación de la democracia en su país: los años del destape. Pasó el tiempo y finalmente el tema emergió de la profundidad de su conciencia. Sensibilizado por la discusión sobre la búsqueda y apertura de las fosas comunes e individuales con restos de las víctimas de la represión (cerca de 100 mil personas, según los cálculos oficiales), Almodóvar se anima ahora a abordarlo y paga las consecuencias de su atrevimiento: la recaudación de Madres paralelas está lejos de las que obtuvieron sus films más taquilleros, aun cuando las críticas fueron mayormente elogiosas e incluso la película ha sido estrenada, y muy celebrada, en Inglaterra, Estados Unidos y Francia.

Las madres paralelas del título son Janis (Penélope Cruz) y Ana (Milena Smit), dos mujeres solteras que comparten habitación en una maternidad. Una anda por los cuarenta, es bisnieta de un desaparecido en la Guerra Civil y creció con su abuela, que siempre mantuvo viva la memoria de su padre asesinado. La otra acaba de abandonar la adolescencia y es hija de un matrimonio que desprecia a la política y no se arrepiente. La primera quedó embarazada durante una relación con un antropólogo forense que estaba en pleno auge, y la segunda fue violada. Dos situaciones radicalmente distintas entrelazadas gracias a esa reconocida capacidad que tiene el veterano director español para urdir tramas con prodigiosas casualidades. Es un planteo argumental barroco y estridente que Douglas Sirk o Fassbinder, referentes inequívocos de Almodóvar, hubiesen aprobado. Y está íntimamente vinculado con una convicción que ya marcaba su largometraje anterior, Dolor y gloria (2019): para construir un futuro más sano es mejor desenterrar los secretos traumáticos y enfrentarlos.

Más allá de aquella declaración de fines de los ochenta en la que justificaba su necesidad de evasión, Almodóvar evocó más de una vez el oscuro pasado político de su país a lo largo de su carrera, con mayor o menor énfasis: basta con pensar en el policía violador de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, los exiliados republicanos de Tacones lejanos, la voz del secretario del Consejo de Ministros de la dictadura de Franco, Manuel Fraga, decretando el estado de excepción en el inicio de Carne trémula, o la aguda crítica a la complicidad del catolicismo con el régimen autoritario que se mantuvo treinta y seis años en el poder en España en La mala educación. Pero esta vez lo hace a través de una historia sin villanos explícitos -más allá de una alusión puntual a los obstáculos que el gobierno de Mariano Rajoy interpuso al desarrollo de una política de memoria histórica en España-, con personajes que sufren pero también gozan o se redimen en el marco de un mundo pintado con esos colores chillones que suelen caracterizar a su paleta personal.

Estrenado en el Festival de Venecia, donde ya se lo había distinguido con el León de Oro honorífico en 2019 y también había presentado un año más tarde su cortometraje La voz humana (adaptación de un monólogo de Jean Cocteau protagonizado por la inglesa Tilda Swinton), este melodrama intenso y cargado de juegos con el tiempo logra que los vaivenes emocionales -combustible principal del género- no opaquen el contenido político de la historia, reflejado en también en la propulsión de una feminidad libre y heterogénea. Y encuentra en el fabuloso trabajo de Penélope Cruz una de sus fortalezas más notorias: capaz de irradiar dramatismo, compromiso y calidez con la misma potencia, esta actriz insustituible dentro del clan de chicas Almodóvar compone uno de los mejores papeles de su extensa carrera, propiciando la identificación inmediata gracias a una energía arrolladora impulsada por el amor, la valentía y la sororidad con la que conecta virtuosamente los dramas del pasado con las demandas del presente. Es la heroína necesaria que Almodóvar forjó para su flamante manifiesto contemporáneo, justo cuando los fantasmas ominosos de tiempos que parecían definitivamente superados regresan una vez más, encarnados ahora en el discurso retrógrado y reaccionario de Vox.