¡Madre!

Crítica de Ernesto Gerez - Metacultura

Intenso ejercicio de misantropía trash

Podríamos dividir la filmografía de Aronofsky en dos; por un lado sus películas terrenales (categoría que no implica que no tengan momentos surrealistas, de hecho los tienen): Requiem for a dream, The wrestler y Black Swan; y, por el otro, las místicas: Pi, The fountain y Noah. Su séptimo hijo, por supuesto, debía entrar en el grupo místico. De todos modos, más allá de que Madre! pueda pertenecer a ese grupo, es la primera de su creador en reunir claramente y por más de sólo algunas secuencias, características de ambas categorías. De hecho, está prácticamente partida en dos: se compone de una primera hora dividida entre el drama naturalista y la dinámica de ciertas formas del cine de horror, y una segunda hora en otro tono, más cercano ideológica y estéticamente a sus tres películas más religiosas y donde las influencias parecen estar ligadas a tres cineastas a los que Aronofsky admira: Fellini, Buñuel y Jodorowky.

La alegoría que sobresale –y que además de formar parte del título fue explicada por el propio director- es la relacionada a la reformulación de una parte del libro del Génesis del antiguo testamento. La pareja protagonista, compuesta por los personajes de Bardem y Lawrence- representa una relación entre Dios y la madre naturaleza, sendos habitantes de una casa que representa tanto a un posible paraíso como a la tierra y que sufre la catastrófica invasión de la humanidad a partir de la llegada de una pareja de extraños (Adán y Eva) y sus hijos (Abel y Caín).

Sin embargo, no todo es misantropía trash envuelta en relatos de la Torá, la primera hora, sin el barroquismo, la violencia gráfica y la lógica pesadillesca que predomina en la segunda, tiene una intensidad vital que sintetiza lo mejor del director. Potencia cinética y profundidad emocional que Aronofsky ya había mostrado en varios pasajes de Requiem for a dream, The Wrestler y Black Swan, sus películas de, entre tantas otras cosas, pérdida y dolor. En esa primera hora pareciera conseguir aún mayor intensidad que en aquellas y con menos recursos a la vista. Apoyado fundamentalmente en el trabajo de las caras de Jennifer Lawrence y los planos cerrados que la contienen.

En la primera hora, que además rebota cómoda en los resortes del horror, Aronofsky vuelve a declararle su amor a Polansky. El Bebé de Rosemary brota de los escenas incluso más rápido que la alegoría religiosa y que la sangre del corazón de la casa. Cuando todavía no está del todo subrayado su juego de representaciones, Lawrence emula a una desconcertada Mia Farrow avasallada por la caradurez de los invitados de turno. Las fabulosas caras de Ruth Gordon y Sidney Blackmer son reemplazadas por las del inoxidable Ed Harris y la cachonda MILF Pfeiffer. El encadenamiento de planos subjetivos, con los que se nos ubica en el lugar del personaje de Lawrence constantemente, consigue que la paranoia y la tensión entren una espiral mefistofélica.

Paradójicamente, cuando el director prende todas sus cañitas voladoras y se arma para la joda grossa, la tensión se diluye. Toda la construcción del suspense es abandonada y se instaura un régimen surrealista menos complaciente con el espectador. De todos modos, el desconcierto provocado por la ruptura del relato no es impericia sino provocación del realizador. Lo que no parece buscado es la disminución de la tensión que acompaña el pasaje del tono minimalista al barroco. Aronosfsky compone quirúrgicamente un relato para luego destruirlo y mandar al carajo al género y al espectador hambriento de resoluciones clásicas. Un ejercicio audiovisual salido de las entrañas de un Hollywood aniñado que por suerte, cada tanto, muestra los pelos canosos de sus huevos caídos.