Mad Max: Furia en el camino

Crítica de Francisco Goin - La cueva de Chauvet

Mad Max: Historias de sonido y de furia

La primer escena remite al desierto norteamericano clásico, ese de los westerns de John Ford y tantos otros: un inmenso valle rojizo a los pies del personaje, que lo mira de pie, inmóvil, de espaldas a la cámara. A su lado está la cabalgadura: una cupé Ford Falcon XB (diseño exclusivo para Australia) modelo 1973, V8, naftera, con toma adicional, externa, de aire y combustible a media altura del capot. La sola visión del perfil de la cupé nos remite al primer Mad Max, aquel de 1979, con Mel Gibson como policía torturado haciendo justicia por mano propia en las rutas solitarias de la Nueva Gales del Sur. Al comienzo de la peli una voz en off nos ofrece, a cuentagotas, datos mínimos para entender el presente postapocalíptico en el que transcurre la historia: crisis económica generalizada, guerras del petróleo, escasez de agua, desertificación y cambio climático, colapso civilizatorio y alguna cosa más que ya no recordamos. Segundos más tarde, sin embargo, un gesto del nuevo Mad Max (un contenido Tom Hardy) nos advierte que esta peli es distinta: súbitamente aplasta con el taco una lagartija mutante, de dos cabezas, y procede a comérsela cruda, de una, sin la menor elegancia. Así comienza la mejor película de lo que va del Siglo XXI. Nos referimos a Mad Max: Furia del camino, la cuarta -y, lo sabemos desde ya, última entrega de la saga-.

La muy buena crítica hecha por Horacio Bernades para Página/12 sugiere varios paralelismos entre esta última versión de Mad Max y La Diligencia, de John Ford (véase: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/5-35529-2015-05-14.html). A ver, ¿qué tenemos en común? En primer lugar, una serie de personajes que viajan en un transporte colectivo (en este caso, el Camión de la Nafta), un viaje que les cambia la vida a todos, un conductor (la extraordinaria Charlize Theron, haciendo de la militante Imperator Furiosa), un solitario del camino (Mad Max) perseguido por sus propios fantasmas, enemigos varios que, en lugar de indios, esta vuelta son motoqueros enloquecidos, feministas armadas, bandas de tribus desquiciadas que incluyen antropófagos, torturadores y demás. Y aquí y allá la marca de fábrica de Mad Max, el rasgo que lo hizo famoso, reconocido e imitado en todo el planeta: esos autos, por dios, esos injertos de vehículos imposibles en clave anarko-retro-futurista, volando por las rutas, deslizándose por los desiertos africanos (la película se filmó en la bellísima Namibia), atravesando salitrales, rutas alquitranadas, barriales, gigantescas tormentas de polvo, roquedales insufribles y dunas de arena rojiza. Sonido y furia, chicos, sonido y furia en una apoteosis bizarra! Y encima también se la ofrece en versión 3D; setenta mangos la entrada, si optan por esta última. Vale la pena, papá; llevá pochoclo.

No pretendan el menor “mensaje” en Mad Max: Furia del Camino. En cambio, permítanse gozar con esta salvaje pincelada de época, estos pantallazos de nuestro propio presente que el gran George Miller, director y co-guionista, nos ofrece como reflexión sobre esta fase final del Imperio americano y su parafernalia acompañante: crisis económica generalizada, guerras del petróleo, escasez de agua, desertificación y cambio climático, colapso civilizatorio y alguna cosa más que ya no recordamos.

Hay miles de alegorías, homenajes y referencias cruzadas en esta Mad Max, de lejos la mejor de la serie. La peli comienza en La Ciudadela, un enclave medieval, con sociedad estratificada en castas y gobernada por un tirano, “Immortan Joe” (Hugh Keas-Byrne), quien usa una máscara presumiblemente de oxígeno cuya morfología remite inmediatamente al alien de Depredator. Hay una casta de seres pálidos, onda muertos vivientes, denominados “media vida”, que son los que operan las máquinas, manejan los vehículos y participan de las operaciones militares. Los “media vida” parecen los zánganos de una colonia de insectos himenópteros, pero al revés: parecieran ser machos estériles. Metáfora del aparato militar-industrial-de inteligencia, vaya uno a saber. Encima, necesitan inyectarse sangre humana todo el tiempo; suponemos que son resabios de radiaciones nucleares en previos conflictos. No todas son contras las de los “media vida”; cada tanto se papean con una especie de aerosol plateado que los pone a punto para la acción de cualquier tipo. Su sueño es casi casi como los delirios del Estado Islámico: morir en la batalla y ser conducidos al paraíso (el Vahlala) de la mano de Immortan Joe. Más abajo está la plebe, sucia y desdentada, a la que se le tira agua de vez en cuando para aplacarla, mantenerla a raya y enseñarle quiénes son los que mandan.

Immortan Joe mantiene una serie de reinas, modelos espectaculares a las que preña cada tanto para mantener la especie a flote. La película comienza cuando desde La Ciudadela parte una misión, comandada por Imperator Furiosa, a buscar combustible a la Ciudad de la Nafta. La bella Furiosa, manca y salvaje, tiene sin embargo otros planes: se está llevando de contrabando a las reinas, para conducirlas a la Tierra Verde, un final de redención para la raza humana, sobre todo para las mujeres. No se asusten, el ecologismo y el feminismo son tan berretas en esta primera aproximación que el espectador comprende la broma. Basta de idioteces, nos dice Miller, prendan el camión y que empiecen las carreras. Y qué carreras, chicos, qué carreras! El Ejército Imperial en pleno, un aquelarre de autos injertados sobre ruedas de tractor, motores inverosímiles, chapas delirantes, bajo el comando de Immortan Joe y al ritmo de heavy metal de un guitarrista, al frente de un camión-parlante, tocando con una guitarra que despide fuego por el mango. Dos horas de vértigo al ritmo de bombas, tornillos volando, nafta chorreante, motores enloquecidos, media-vidas en lo alto de mástiles móviles, tiros de trabucos, lanzas, flechas, pistolas, autos-erizo, camiones-cisterna, todos girando enloquecidos por el medio del desierto.

Les adelantamos el final, así que después no se quejen; el loco Max convence a Furiosa para que haga lo único posible: dejate de joder con la Tierra Prometida, volvé a La Ciudadela y hacé la revolución, cosita. Y eso ocurre. El final de una saga civilizatoria sólo puede resolverse, no con la idiotez ecologista, paraíso perdido y huerta orgánica, sino con una nueva saga civilizatoria. En eso estamos, chicos.

Una última observación, un nuevo giro al pretendido feminismo de la peli. La última escena los muestra a Imperator Furiosa y a Mad Max en la despedida. Furiosa es un desquicio: mugrienta, semimuerta, un ojo cerrado, rengueando; está subiendo con las otras mujeres por un ascensor que es más metafórico que otra cosa. Mad Max, por el contrario, está abajo, de pie, entero, confundido entre la plebe, a punto de darse vuelta e irse para siempre. No es una escena de amor. No se están despidiendo dos amantes. En un suave juego de guiños, gestos y miradas, el Loco Max le está diciendo a la bella Furiosa y, por extensión, a la mujer: “Este es el siglo de ustedes, chicas; háganse cargo a partir de ahora.”