Macbeth

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El barro primario que hace al rey

Con acento en la violencia, el director australiano recrea la obra y la estructura en visiones, asesinatos y guerra. El dominio necesita de secretos, pero Macbeth no los soporta. El poder como elucubración y fascinación es uno de sus ejes.

¿Qué es lo que Macbeth tiene para decir ahora, hoy, embadurnado de un barro primario, tal vez permanente? Realizadores eclécticos le filmaron, desde registros epocales cambiantes. Todos propicios para la tragedia que persigue a este rey alucinado. Así, Roman Polanski y Akira Kurosawa, a partir de la sombra ejemplar, que crece siempre más, de Orson Welles.

En esta nómina ilustre se inscribe la versión del australiano Justin Kurzel, que actualiza un relato de personajes alienados, en trance, caídos en esa vorágine que tiene al poder como horizonte. El "poder" o aquello que les permita alcanzar un "más allá" indefinido, por encima de lo predestinado, que sea trascendente. Un "poder" entendido como concepto maleable, de elucubración y fascinación humanas.

En esta línea fina, que bordea la sinrazón, la nueva Macbeth se propone abismar a sus personajes, a partir de un tono dramático sobrio, preocupado por no transgredir una narración monótona, por fuera de la cual la atmósfera sucumbiría. Los momentos donde Macbeth se enciende son los bélicos y en los asesinatos. Planificados desde un horror meticuloso: la sangre se esparce espesa, los rostros se congelan en espanto, las dagas suenan al hendir la carne, los gritos rugen. La escena inicial, brutal, se vale a su vez de la acción rallentada, y no es una decisión superflua -a riesgo de resultar esteticista-, sino consecuente con una mirada hundida en ese horror del que ya nunca más se saldrá. Las brujas lo saben.

Es decir, los rostros de esta Macbeth son vistos desde una construcción del cuadro que es fascinante pero algo distante. Aun cuando las escenas bélicas sean bestiales, la fascinación que promueven tiene su respuesta en los primeros planos de seres humanos raídos, ofuscados en ese mundo y por ese mundo. En todo caso, lo que oficia sobre ellos como semántica yuxtapuesta es el montaje. Rostros de personajes que son títeres de una lógica mayor, cinematográfica -el cine es montaje, es operación intelectual-, que les articula a la manera de las mismas brujas que observan los hechos en la vida del rey maldito.

El montaje -mirada estética del realizador- recorta y reformula como el fatum griego lo hace con sus personajes. Dice Shakespeare en el Acto V de Macbeth (también en el film): "¡La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena, y después no se le oye más...; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa!". Apenas dos horas que volaron para adherirse al espectador de manera inevitable, víctima de un mismo hechizo, alucinado también por esas visiones de brujas y fantasmas que el cine es. (Justamente, es sobre el inicio de Trono de sangre, el Macbeth de Kurosawa, donde Gilles Deleuze ubica uno de sus ejemplos de alteridad espacio-temporal cinematográfica, desde la secuencia siguiente: el blanco de la pantalla, la niebla blanca, la otra realidad escondida).

¿Qué es, entonces, lo que Macbeth significa? Antes que dar significado o respuestas -algo que el cine acarrea como látigo que le hiere-, mejor caer en la vorágine de estos personajes sin/con corona, a la vez hundidos; mejor caer en esa contradicción que les debate en un dolor del que pretenden, paradójicamente, estar liberados. La vista contradice, lo observado se desdobla, el matar deja de ser loable. Lady Macbeth le susurra al marido, le subyuga con su boca dulce, capaz de proferir espantos. El, sonámbulo y venerado. Todos le celebran mientras dice incoherencias. Por detrás, como abanico, un manto de rostros pétreos, eclesiásticos (que recuerdan los del cine de Eisenstein) le acompaña. En suma, un aparato de poder humano, sólo humano, insólitamente respetable. El rey Macbeth es la cúspide temporal de esta ridiculez. El andamiaje funciona y funcionará merced a sus cancerberos, esa hilera de tintes dorados, con caras viejas y cruces.

Si Marion Cotillard es una Lady Macbeth de boca hermosa -que dice de manera encantadora, con dientes perfectos, mirada en celeste-, Michael Fassbender compone un cuerpo estatuario, que disimula como puede lo que sus ojos ven, atravesado por una maldición indoblegable (un cuerpo que sabe soportar laceraciones, tal como el actor ya lo demostrara en sus colaboraciones con el director Steve McQueen o a través de su androide en Prometeo). Entre los dos no hay combustión sexual, sino una operatoria de marionetas sumidas en traición, cómplices e incapaces de tolerar el tormento invocado, así como la maldición del hijo perdido, en un recurso reelaborado por la película.

Prueba de la inmersión de ambos en este submundo atroz es la extrañeza de la película. A medida que el film se hunde, los espacios comienzan a perder figuración. Primero serán tiendas de campaña, luego un castillo, después el ofuscamiento que culminará en un rojo total, a partir de la tarea magistral del fotógrafo Adam Arkapaw (presente en series como True Detective y Top of the Lake).

El raid de este Macbeth -presuntamente, el de toda versión sinceramente preocupada- es el de un ciclo humano, visceral, donde las muertes y venganzas son las promesas de otras tantas más. Un barro primario que el protagonista no puede lavarse, una vez sucio de él.

Uno de los planos finales, al detallar la corona con sus símbolos, prevé la inevitable continuidad de las versiones que sobrevendrán, así como recuerda esa mirada afiebrada que en cuerpo y alma se debatió con el cine y desde el cine hacia sus truhanes: allí, entonces, Orson Welles como ese rey que sabía que lo era, mientras procuraba un enfrentamiento desigual. Sólo él pudo ocupar esa corona maldita. Su versión, de hecho, tiene lugar en una época casi prehistórica, entre cavernas. Y mucho barro.